lunes, 25 de julio de 2016

VI | Días Grises

VI

-Bueno, pues aquí tienes. – Le dije mientras dejaba la gran caja de cartón junto a su cama. – Los 87 puzles.

Se quedó observándola durante unos segundos, hasta que replicó:

-No creo.

-¿No?

-Ahí no pueden haber 87 puzles.

-Papá, te prometo que esos eran todos los que habían en el armario del ático. Igual habían menos de los que pensabas.

Me sostuvo la mirada durante un instante, quería verme dudar, pero con el tiempo había aprendido a decir mentiras piadosas.

-Está bien. ¿Qué más tienes ahí?

Saqué el maletín de mi mochila y lo puse sobre la mesa.

-Tu tablero de ajedrez.

El viejo sonrió.

-Bueno, ¿qué? ¿Echamos una partidita?

-No puedo, papá. Tengo que volver al trabajo.

-¿Qué es eso?

-¿El qué?

Se quedó mirando fijamente un punto de brillo que procedía de mi bolsillo derecho. Joder, qué astuto era.

-No es nada. – Murmuré mientras metía la mano en el bolsillo para intentar esconderlo. – Tendrás alucinaciones.

Volvió a sonreír.

-¿Qué haces con eso?

¿Cómo podía ser tan perspicaz? Era increíble de las cosas que se daba cuenta y de las que no. Tenía ojos de lince.

-Esto es lo único que tengo de ella, ¿vale? El resto de cosas te las quedaste tú. Deja que me quede el colgante. – Le pedí casi temblando, con el colgante en la mano.

-Ven aquí, hijo.

Me acerqué lentamente a la cama, y me di cuenta de que sí que estaba temblando. Mis piernas tiritaban y sentía que aquel sudor frío me volvía a encerrar entre sus cadenas. Intenté mantener la postura una vez me senté junto a él, aunque sabía lo inútil que era, si había visto el colgante también vería el nudo que me ahogaba en aquel momento. Traté de respirar hondo mientras le sostenía la mirada a aquel viejo lince.

-Tengo todas las cosas de Iris y de tu madre guardadas en un garaje. Te dejaré la llave para que puedas ir cuando te apetezca y llevarte lo que quieras, ¿vale? – Habló con calma, cosa que agradecí.
Suspiré aliviado.

-Gracias, papá.

-Si no te lo había dicho antes era porque no habías venido.

-Lo sé.

-Bien, ahora déjamelo ver.

Le tendí el pequeño colgante de plata y lo puso entre sus manos. Un dolido silencio se propagó por la habitación durante unos instantes de reflexión. Ambos nos quedamos hipnotizados, con la mirada fija en el colgante, abstraídos de toda vida y hundidos en nuestra propia nostalgia, hasta que preguntó:

-¿Cuántos años han pasado?

-Quince.

Asintió lentamente, me devolvió el colgante con decisión y sonrió.

-Guárdalo bien.

-Lo haré.

***


Una vez en casa, paseé intranquilo hasta mi habitación y me senté con las piernas cruzadas frente al imponente armario de madera blanca. Abrí con cuidado el cajón más bajo, aquel que menos destacaba de toda la estancia, el único que no estaba lleno de ropa u objetos con apenas utilidad. Aquel que nunca se abría. Aquel cajón que metafóricamente ocupaba el lugar de baúl de recuerdos.
Cogí aire y me decidí a abrirlo después de casi cinco años cerrado. Al hacerlo sentí que se reabría una herida profunda que llevaba muchos años cerrada, aquella herida que traté de cubrir con todos los muros de piedra que pude, pero que nunca conseguí tapar del todo.

Allí se encontraban todas aquellas cosas que Iris hizo para mí, todas aquellas cosas que compartíamos  juntos, cosas que nos encontramos por el camino: dibujos, cartas, algunas fotos en marcos hechos por ella, varias rocas extrañas y conchas de playas desiertas, y, sobre todo, ahí estaban todos esos libros que alguna vez me regaló, que alguna vez me dijo que debía leer porque cambiarían mi vida. Siempre fue muy entusiasta, y yo siempre la quise por ello.


Puse cuidadosamente el colgante de media luna en el interior del cajón, junto al bote de cristal lleno de conchas. Me pareció el sitio idóneo en el que dejarlo. 

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