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miércoles, 8 de junio de 2016

I | Días Grises

I

“Cuando se llega a la orilla del subconsciente se pierde el sentido de la realidad”, esa era, quizás, mi cita favorita de Origen, película que volví a ver hacia varias semanas y que había avivado todavía más en mi la fuerza de esa línea de sueños difusos que no hacían más que repetirse. No era la frase más trabajada ni la más espectacular, claro está, también había otra, por ejemplo, que hablaba de algo así como de las formas imposibles de arquitectura que se podían crear en el mundo de los sueños, aunque no la recordaba.

El caso era que esa frase en particular se había quedado grabada en mi mente desde la última vez que vi la película, a pesar de que mi memoria selectiva casi nunca lograba recordar más allá de la trama principal de las historias y, como mucho, el nombre del protagonista, por lo que todavía le di más importancia. Pero, ¿sería cierto? Antes de morir me propuse llegar a la “orilla del subconsciente”, para comprobarlo. Aunque claro, si fuera cierto y después de atravesar ese horizonte perdiera el sentido de la realidad, ya no podría ser capaz de dar media vuelta, ya que quedaría sumido en una eterna ficción de la que no podría escapar, por lo que mi yo  real no podría tener la satisfacción de comprobar la valía de esa frase, pues ya no existiría como tal, sino que sólo quedaría ese otro yo atrapado en esa ficción rudimentaria. Suspiré, no tenía solución. Odiaba y amaba ese tipo de reflexiones, no sabría decir hacia dónde me decantaba más. 

Qué cosa más extraña, los sueños, la complejidad y la simplicidad hechas uno, la ficción y la realidad hechas uno. Hay estudios que señalan que los sueños, aunque muchos dotados de incoherencia, se construyen a través del inconsciente, quizá de la necesidad de afrontar nuevos desafíos, o del miedo a perder algo o a alguien, y así podríamos seguir en un largo etcétera. Después de enumerar cuarenta y tres de esos posibles puentes entre los sueños y la inconsciencia, me puse a dar vueltas en la cama hasta que conseguí mantener mis ojos cerrados durante quince minutos. Luego se volvieron a abrir. Creí haber escuchado algo, pero sólo era mi gata, Buffy, que se acababa de acomodar a los pies de mi cama. Recordé con amargura que al día siguiente tendría que quitar los pelos de la manta. Logré relajarme y lo volví a intentar. A la media hora me di cuenta de que aquella noche no iba a poder dormir, había una cola demasiado larga de pensamientos que no paraban de interceptarme.

Me levanté de la cama con sumo cuidado, para no despertar a Buffy. Nada más desprenderme de esa manta impregnada de pelos grises y negros, un repentino escalofrío recorrió mi espalda y recordé el frío de aquellas noches de invierno sin compañía. Suspiré con anhelo y me tapé con la primera manta que encontré en el cajón de las mantas, a sólo tres pasos de la cama. Me senté frente al ordenador y comencé a buscar información sobre el significado de esa línea de sueños que se repetía desde hacía ya varios años, justo desde el momento en que decidí dejar de impartir clases de cine y fotografía en la universidad para trabajar en la biblioteca. Sí, lo sé, puede parecer que me “obligaron a dimitir”, como suele decirse, pero no fue así. Me fui porque quise. Simplemente llegó un momento de mi vida profesional en el que me di cuenta de que aquel tren repleto de ilusión y misterio al que me monté en mi juventud había hecho un recorrido demasiado largo, convirtiéndose en una máquina obsoleta y rutinaria, por lo que decidí abandonarlo y subirme al siguiente, o al anterior, dependiendo de los ojos con los que se mire. Para mí era el siguiente, cualquier camino que hubiera emprendido en aquel momento habría sido el siguiente. Además, durante toda mi vida había amado los libros, y era un absoluto placer trabajar todos los días rodeado de miles de ellos, envolviéndome como una manta de terciopelo en las noches frías de invierno, sin compañía, que era casi lo que más me gustaba. No mucha gente era capaz de amar la soledad, yo era una de esas personas.

Lo que más me llamaba la atención era que muchos de esos sueños que se repetían eran en blanco y negro, mezclados quizá con ligeros tintes azulados, una absoluta anomalía que fue lo primero sobre lo que decidí investigar. Resulta que las personas que sueñan sin color sienten miedo a las acciones que ocurren dentro del sueño, o están atrapados en una vida monótona en la que se aferran a no sufrir ni el más mínimo cambio. ¿Sentía miedo? Me admití a mí mismo que no eran precisamente la clase de sueños que querría recordar, de la misma forma que tampoco me producían miedo, o al menos no el suficiente como para recordarlo. Intranquilidad, esa era la palabra.

Mi casa de la infancia era siempre el escenario en el que ocurría todo, el plano central que desembocaba el posterior vendaval, el epicentro sobre el cual todo giraba, configurándose tras de sí, unos términos primero, otros después. La única información que hallé al respecto y que encontré, como poco, interesante, fue que soñar con esa casa evocaba a una época anterior, un retroceso de tu vida actual, una nostalgia mal saboreada, un recuerdo sin guardar. Y quizá fuera cierto, que sentía algo de nostalgia, ¿para qué negarlo? Quizá soñar con algo relacionado con la infancia no es más que una válvula de escape al desanimado mundo adulto, el recordatorio de lo que una vez fuimos, de lo que una vez tuvimos y se nos escapó entre los dedos.

Una ola de pensamientos se cernió sobre mí y mis investigaciones nocturnas, por lo que casi me vi obligado a cerrar los ojos un segundo e imaginar: la orilla del subconsciente… Un precioso plano cenital que descubre un mar que choca contra las rocas a través de unas nubes borrascosas que enmascaran un cielo gris. Ahí, exactamente ahí, se encontraba el límite de mi realidad. Sonreí al pensar en ello, me resultaba un concepto más que atrayente.

Volví a abrir los ojos y entonces lo recordé: el tic-tac del reloj, un elemento permanentemente presente en la cadena de sueños. En algunos sueños me encuentro un reloj, en otros sueño que reparo uno, y en otros simplemente está ahí, haciendo compañía al resto de objetos indelebles de un escenario. Después de una rápida documentación, mis conclusiones pueden reducirse a una sensación de desperdicio del tiempo vivido, a la necesidad de aprovechar el tiempo que está por llegar o al miedo de que este se termine. Suspiré, no me apetecía demasiado martirizarme pensando en lo que está por llegar, en lo mucho que ya ha acabado y en lo poco que realmente queda.

Me cansé de que la luz artificial de la pantalla debilitara las facciones de una cara menos que favorecida por el mal sueño y la mala tempestad, así que apagué el ordenador y seguí releyendo El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger.



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