El
tiempo…
Puede
entenderse como esa línea de sucesos que se alarga hasta una nada inexplicable.
Es, sin duda, lo único que no podemos dejar de imaginar, lo único de lo que no
se puede escapar. No puedes librarte de su paso igual que no puedes dejar de
respirar.
Porque
el tiempo, ilusión o no, es lo que da la vida y te la quita. El tiempo no se
comprensa, ni se alarga ni se acorta, ni se pierde ni se gana, porque el tiempo
está ahí queramos o no darnos cuenta, porque el tiempo fluye al igual que una
hoja arrastrada por el viento.
Por
eso es por lo que tenemos que aprender a pararlo en los momentos en los que
tiene que ser parado, aprender a capturar esos instantes que no queremos que
acaben, pero que acaban, porque como todo siempre acaba.
Por
eso es por lo que tenemos que aprender a no vivir en el recuerdo de lo que fue
ni en la fantasía de lo que podría ser, porque el tiempo traiciona al igual que
la promesa de un infiel, porque el tiempo es frágil, tanto largo como corto,
según los ojos que lo miren, y si es que se puede mirar.
Porque
el tiempo viaja a la velocidad que tú decidas que viaje, porque siempre se
puede empezar de cero, porque ni los años ni las estaciones te van a esperar, y
es que la vida es finita aunque el tiempo no lo sea, aunque se construya y
deconstruya un millón de veces al día.
Porque,
aunque no lo sepas, o aunque no te quieras dar cuenta, todos los caminos tienen
baches, desvíos y atajos, al igual que tienen un final, y un día te sentarás y
verás la vida pasar frente a tu ventana, y te preguntarás… Si habrá valido la
pena.
Yo,
al menos, eso espero.
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