II
En
medio de la tranquilidad que se respiraba en la biblioteca aquel martes por la
tarde, podía permitirme merodear por los pasillos, fingiendo que organizaba los
libros que la gente había depositado en las bandejas de entrada una vez
finalizada su lectura. Arrastraba mis pies por aquel laberinto vespertino, me
dejaba llevar por sus innumerables recovecos y descubría cada una de sus
esquinas inacabadas y traicioneras.
Continué
deambulando por allí hasta que mis fortuitos pasos me llevaron al apartado de
ciencias, y más concretamente a los libros de relojería. Me paré en seco. No
sabía bien por qué, pero algo en mi interior se activó, algo me dijo que me
detuviera frente a esos libros. El primer título que destacó entre todos ellos
fue el de Manual de Relojería, de
Pedro Germán Balda González, quizá por su llamativo lomo color naranja. Lo cogí
sin vacilar y me senté en el suelo con las piernas cruzadas.
Curioseé su
interior con detenimiento, y me di cuenta de que tenía en mis manos uno de los
pocos libros escritos por un relojero español. Escarbé en sus profundidades
durante varias mitades de una hora, nadé en la historia del reloj, buceé en sus
herramientas y me dejé arrastrar por la corriente en las partes que lo
componían. Cuando me hallé satisfecho, dejé el mar atrás y volví a la tierra,
donde inspiré y expiré cuatro veces, unas más largas que otras.
Me
levanté del suelo y coloqué el libro en su lugar correspondiente, de la mano de
sus compañeros manuales. Me tomé mi tiempo para saborear la mayoría de los
títulos que rodeaban al Manual de
Relojería que acababa de hojear. Tenía la imperiosa necesidad de buscar más
información sobre ese maravilloso artilugio que es el reloj y sus precisos
sistemas de medición del tiempo de la realidad, así que emprendí mi marcha
escaleras abajo hacia la segunda planta, donde se encontraban la mayoría de
ordenadores.
Me
sumergí en el mundo del reloj de una manera apasionante, trasladando mi mente
hacia lugares desconocidos pero increíblemente reales, aunque unos más que
otros. Recorrí un camino que empezó en el simple funcionamiento de un reloj
mecánico de cuerda, me entrometí hasta los topes en una estructura interna
minuciosamente calculada. Eso me llevó a pasearme por los calibres de los
relojes, por las nomenclaturas, por las técnicas y por las herramientas, hasta
que tomé el camino de la derecha y me paré a descansar en los tipos de relojes.
Allí me di cuenta de que no tenía un reloj de péndulo, ni uno de sol, ni uno de
bolsillo, e hice una nota mental al respecto.
Cuando
estaba a punto de salirme del camino, una señal me avisó de que podía tomar un
pequeño atajo hacia un lugar insospechado, y decidí seguirlo, pues no tenía
nada mejor que hacer. Una vez al otro lado de ese pequeño pero intenso paseo,
me adentré en una espiral de reflexiones cuyo patrón común estaba basado en la
pregunta: “¿Existe realmente el tiempo?” Platón creía que el tiempo era una ilusión, y quizá lo fuera. Lo único que existe como
tal es la materia y el movimiento, fenómenos a través de los cuales podemos
percibir la realidad. Sin embargo, sin tener en consideración las expresiones
físicas, el tiempo está determinado por la forma en la que pensamos, no podemos
advertir el paso del tiempo, como tampoco podemos ver el pasado o el futuro, ya
que son tiempos inexistentes. El único tiempo real es el tiempo presente, un
ínfimo fragmento que vincula los otros dos, que sólo existen en nuestra memoria
o imaginación. De hecho, ese espacio temporal es tan ínfimo, que el humano no es
ni siquiera consciente de que lo vive.
Paralelamente
podemos hablar del campo de la astronomía, desde el cual, como dijo Javier
Gorgas: “…hay
que cambiar la escala de tiempo, de la distancia, de las masas. Si digo que una
galaxia tiene mil millones de años, mis colegas entienden perfectamente que es
muy joven”, por lo que todo es cuestión de escalas, como también es cuestión
del espacio en el que se encuentre un reloj que sus manecillas se muevan más
deprisa o más despacio, ya que la gravedad pesa en sus agujas. Un efecto
verdaderamente sorprendente, tal y como Gorgas explica: “Cerca de los objetos
muy masivos, como las estrellas de neutrones, el tiempo se ralentiza, y cerca
de un agujero negro se frena del todo”.
Aquel
supuesto atajo terminó convirtiéndose en un rodeo de lo más prolongado, aunque,
a su vez, absolutamente interesante. El último tramo de mi recorrido estuvo
protagonizado por Salvador Dalí y
el análisis de su obra La persistencia de
la memoria, también conocida como Los
relojes derretidos o Los relojes
blandos. Personalmente me encantaba el título La persistencia de la memoria, ya que me transmitía la idea de la completa
fugacidad del tiempo, de su eterna caducidad en cuestión de un parpadeo. Me
suscitaba una intensa melancolía y otros sentimientos contradictorios, que me
transportaban a páramos oscuros dentro de los pasajes de mi mente. Me daba
escalofríos. A pesar de ello, quise seguir indagando en la pintura de 1931.
Retracta un paisaje de Costa Brava (Cadaqués), el cual podía apreciarse al
fondo de la composición, quedando en segundo plano y dejando como primer
término diversos relojes derretidos que reposan sobre diferentes objetos (un
árbol y una mesa) y un último reloj en la parte izquierda de la mesa que está
rodeado de hormigas. Dalí utilizó el método paranoico-crítico[1]
con el que procuraba “capturar los sueños”, con el objetivo de sacar a la luz
las ilusiones del subconsciente, siguiendo ideas de Freud. Era,
en definitiva, una imagen surrealista, con una lógica incongruente y
completamente alejada de la realidad, una obra constituida por las fobias u
obsesiones que cada espectador reproduce de una manera distinta al visualizar
el cuadro. En eso exactamente es en lo que se basa la magia de Dalí.
-¿Ewan?
Abandoné
el camino brusca y repentinamente, sorprendido por una profunda voz femenina
que no reconocí hasta que aparté la vista de la pantalla. Era Claire, la
asistente.
-¿Cómo
es que sigues aquí? La biblioteca cerró hace quince minutos. Yo me he quedado
para organizar unas cosas que me faltaban, pero ya me voy. ¿Qué haces, por cierto?
– Preguntó con una ligera sonrisa al percatarse de la página web que estaba
viendo, compuesta por una pequeña ilustración de La persistencia de la memoria y su posterior análisis.- ¿Dalí? –
inquirió, ensanchando su sonrisa y enseñando una fila de dientes perfectamente
blancos y alineados.
-Nada,
comprobaba una cosa. – Respondí mientras cerraba la pantalla, haciendo caso
omiso a esa sonrisa.
-Está
bien, yo ya me marcho. ¡Nos vemos mañana! – Se despidió mientras me lanzaba las
llaves y yo las empuñaba.
No
tardé en abandonar la biblioteca y marcharme a casa en busca del cariño de
Buffy y la comodidad de un hogar. Antes de dormirme me pregunté qué tipo de
forma de un reloj se me aparecería aquella noche en la redundancia de esos
sueños, cuál sería mi función en la historia aquella vez, de qué color serían
los paisajes que todavía quedaran, cuál sería el color de aquellos que aún no
hubieran desaparecido.
[1]
Método paranoico-crítico: propuesta elaborada por el pintor Dalí basado en su
interés hacia la paranoia, él lo consideraba un «método espontáneo de conocimiento irracional
basado en la objetividad crítica y sistemática de las asociaciones e
interpretaciones de fenómenos delirantes».
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