Imagina

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jueves, 16 de junio de 2016

III | Días Grises

III

Eran como puentes oscuros que cubrían desde los lagrimales de sus ojos hundidos hasta la parte de arriba de esos pómulos tan marcados. Como caminos intoxicados de toda la miseria de esta realidad. Apenas era capaz de comprender de dónde habían salido aquellas ojeras que rodeaban los ojos de mis padres, ni por qué yo carecía de ellas. Todo el mundo las tenía ahora, era como si formaran parte de una moda, y con ellas también venían las frentes hundidas, los pasos lentos y la delgadez extrema. 
Pero yo no, yo seguía como siempre, mientras veía como todo a mi alrededor perdía su vitalidad natural. Todavía me preguntaba dónde estaría ella, qué habría sido de sus pequeños pies de niña y de esa inteligencia que me superaba con creces a pesar de su corta edad. No lo sabía. Yo ya no sabía nada.

Estaba allí, en la casa donde me crié, sentado en una butaca que antaño había sido clara con líneas y puntos de colores tostados, construyendo pequeñas formas que yo tantas veces había imaginado que eran naves espaciales de apariencias ininteligibles. Me imaginaba como el único capaz de comprender esas simbologías, el único que podía entender la realidad de esas naves espaciales que escapaban de los pliegues de la butaca una vez caída la noche, y que marchaban durante esas horas oscuras a realizar misiones de las que casi siempre salían victoriosos, para luego volver a entrar en el tejido blanco antes de que el sol saliera por el este. Eran como héroes silenciosos, salvaban vidas de papel sin que nadie supiera de su existencia, salvo yo, claro está, y salvo ella, de vez en cuando. Aunque ahora ya no, porque ya no estaba. Pero ya no importaba, porque ya no tenía color.

Suspiré con pesadez, mientras mi mirada se fundía en el fuego serpenteante de la chimenea, aunque ya no me aportaba ese calor de antes, el calor que faltaba en una fría tarde de invierno como aquella. Encima de ella yacía un reloj de pared de una apariencia extraña. Era de una madera oscura que combinaba a la perfección con la elegancia del resto del salón, pero no era por eso por lo que resultaba extraño. Resultaba bastante ordinario, aunque sus manecillas caminaran marcha atrás. Era como si el tiempo se ralentizara, como si descendiera hacia un pasado cada vez más marchito y oculto a nuestros ojos.

Justo cuando mi mente empezaba a volar de nuevo hacia esos lugares insospechados en los que el fuego gris de la chimenea creaba dragones y caballos envueltos en llamas, mi viejo padre entró en el salón. Andaba despacio, tanto que hasta resultaba molesto. Era como si algo atrancara sus pasos y obligara a sus pesados pies a arrastrarse por la alfombra.

-Papá. – Lo llamé, ligeramente impertinente.

-Dime, hijo. – Su voz apenas sonaba ya como un susurro, ¿pero qué le estaba pasando a la humanidad?

-¿Es en serio que no puedes ir más deprisa? – Le pregunté, realmente molesto por el sonido de sus pies retorciéndose por el suelo.

-Sí, es en serio, nunca me había sentido igual. Tú tienes suerte, saltamontes, de librarte de esto. – Dijo mientras se sentaba en la butaca de mi derecha, quedando separado de mí por una pequeña mesa más decorativa que otra cosa. Siempre me llamaba así, saltamontes, mi saltamontes, aunque nunca supe por qué. Pero no me desagradaba, saltamontes, hacía que me sintiera joven y ligero.

-¿Y por qué crees que es?

-¿Por qué es el qué? – A veces me enervaba, había que explicárselo todo.

-Que por qué a mí no me pasan esas cosas. Por qué yo sigo andando normal mientras vosotros vais jodidamente lentos, por…

-No digas palabrotas. – Me interrumpió, aunque apenas lo escuché.

-…Por qué yo tengo la cara bien y el resto del mundo tiene los ojos de esa manera tan rara, como si los tuvieran metidos hacia dentro, por qué todo el mundo está tan débil y delgado, y yo no. ¿Por qué yo no, papá? ¿Por qué parece que todo se está como marchitando? Tiene tan poco sentido, papá. ¿Es que ha hecho algo la humanidad? Yo no creo en ningún dios, pero si lo hiciera le echaría la culpa a él, sin duda, aunque sí que creo que hay cosas que la humanidad ha hecho que podrían haber sido la causa. Ya sabes, cosas como las guerras, el terrorismo, las…

-Vale, vale, hijo, que te vas del tema. – Siempre me enrollaba mucho. – No conozco ninguna de esas respuestas, pero sinceramente no creo que sea un castigo ni nada parecido. Lo que creo es que el tiempo de los humanos ha pasado, y que ahora ha de llegar la extinción de la especie, para dejar paso a otras, como pasó con los dinosaurios.

Siempre soltaba cosas así, sin pensar en cómo podría tomárselo la gente, aunque ya estaba acostumbrado.

-Pero si los humanos se terminan extinguiendo, ¿qué sería de mí?

-Tú sobrevivirías, Ewan, y puede que también otros como tú. Inmunes a la extinción.

-Pero me quedaría solo.

-En efecto, te quedarías solo, totalmente solo. Quizá no encontraras a otro humano hasta años y años después de la Gran Extinción, o quizá nunca encontraras a nadie más, quién sabe. Pero sí, de todas formas, lo más seguro es que te vieras obligado a vivir solo durante muchos años, y morirías solo, claro.

Después de soltar aquella atroz verdad sin pestañear, me sonrió, como si me hubiera dicho algo así como que me quería. Era increíble. Casi me entraron ganas de reír, aunque me contuve…

…Abrí los ojos casi de repente. Miré el reloj, eran las 4:32 de la mañana. El cansancio me invadió, aunque no quise volver a cerrarlos después de aquel sueño. Fue demasiado real, demasiado intenso, tan vívido como si de un recuerdo se tratase. Me senté en la cama y me froté los ojos. Estaba muy cansado, y nada me apetecía menos que ir a la biblioteca al día siguiente.

Intenté levantarme de la cama para prepararme un café, pero no pude. Nada más poner los pies en el suelo, todo a mi alrededor se tambaleó, un mareo me envolvió como si fuera una manta y me obligó a volver a tumbarme casi de inmediato. Sentí que me caía, que podría desmayarme en cualquier momento. Me sentí enfermo, pero no sabía por qué. Algo en mi interior me dijo que no me moviera, y así lo hice. Traté de mantenerme tumbado en la misma posición, y poco a poco dejé de sentir ese mareo. Todo a mi alrededor comenzó a aclararse de nuevo.

Me paré un momento a pensar en el sueño que acababa de tener. Me pregunté por qué siempre se repetía aquella historia de la Gran Extinción, me pregunté por qué era siempre yo el que se salvaba del desastre, mi yo adolescente que vive todavía con sus padres. Pero una de las cosas que más me llamó la atención fue el reloj de encima de la chimenea, elemento añadido en el espacio añorado de aquella casa de la infancia, elemento sobre el que tanto había aprendido los últimos días. Casi formaba ya parte de mi ser, aquel reloj que caminaba hacia atrás en las líneas del tiempo, reconstruyendo lo pasado, montando las piezas que las estaciones desmontaron, como las piezas caídas de un tablero de ajedrez. Blanco y negro, era lo que quedaba, menos yo, que seguía intacto en aquella realidad alternativa.

Me di cuenta de lo mucho que echaba de menos a mi viejo padre, al que hacía casi un año que no veía, desde el día que mamá murió, y me propuse ir visitarle a la residencia un día de estos. De adolescente solía tener largas conversaciones con él, ya que ambos disfrutábamos mucho debatiendo sobre temas de actualidad, además de sobre cuestiones morales y éticas, aunque con estos últimos nunca llegábamos a ninguna parte, porque el viejo era muy cerrado de mente, no como yo, que era capaz de ponerme en cualquier piel y llegar a entender hasta la mayor de las atrocidades.


Cogí una de las grabadoras que depositaba en el cajón de la mesita de noche que tenía junto a la cama y le describí detalladamente el sueño al pequeño aparato. Solía hacerlo cuando me despertaba conociendo lo sucedido en aquella realidad, pues siempre imaginaba que algún día podría llegar a usar esas historias para algo. Y no me equivocaba. 

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