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jueves, 23 de junio de 2016

IV | Días Grises

IV

La bayeta rozó suavemente la mesa del despacho por quinta vez, aunque, para variar, lo hizo en dirección opuesta. Segundos después me di cuenta del error que acababa de cometer, y me apresuré a restregar el trapo hacia el lado correcto, borrando todas las huellas de agua irregulares que quedaran sobre la mesa. Pasé la bayeta otras cinco veces para recuperar las anteriores, y una vez mi histeria quebró y la mesa de cristal resplandeció ante la tenue luz azulada que arañaba la ventana, decidí dejar de limpiar y empezar a organizar.

Mientras colocaba cada objeto en su orden establecido, comencé a imaginarme organizando todas esas cajas de pensamientos que tenía escondidas en algún rincón de mi mente, posicionándolas una tras otra y separándolas a una distancia prudente, pero siempre perfectamente alineada y simétrica entre unas cajas y otras. Me visualicé ordenándolas según su importancia dentro de mi vida, según su relevancia en el tiempo presente, dejando de lado los recuerdos pasados y las suposiciones futuras. 

Una vez estuvo todo colocado a la perfección, me di cuenta de que seguía habiendo algo que me molestaba profundamente. Algo no estaba bien. Algo no encajaba en la fila de pensamientos que acababa de tejer en el interior de mi mente. Paseé arriba y abajo, revisando todos y cada uno de esos agujeros que contenían partes diferentes de mí, mis pasiones y mis secretos, mis miedos y obsesiones, mis gustos y simpatías, mis objetivos y necesidades, mis pesadillas e ilusiones, hasta incluso aquellas otras cajas que prefería no abrir por miedo a lo que pudiera encontrar. Paseé arriba y abajo una y otra vez, hasta que lo vi: ahí estaban, flotando en el aire todos esos pensamientos sobre los que todavía no había tomado una decisión. Había muchos, diría que cientos de ellos, que adornaban los altos techos de mi mente. Estiré la mano con intención de agarrarme a uno, el primero que se acercó un poco a mí: “Visita al viejo padre antes de que sea tarde”, fue lo que pude leer durante el tiempo en el que lo retuve ante mí.

Volví a la realidad: al parecer había terminado de limpiar el despacho. Aunque nunca sentía que estuviera lo suficientemente limpio. Siempre podía estar más limpio, me dije. Aunque aquel pensamiento sobre mi viejo padre me distrajo y me impidió el volver a repasar la suciedad que pudiese quedar en alguno de esos objetos.

Me senté en una de las butacas color vino que había junto a las estanterías rebosantes de libros y me quedé allí durante unos segundos de reflexión, inhalando el olor resultante de los productos de limpieza que acababa de utilizar. Finalmente me decidí: cogí el teléfono que descansaba sobre la mesilla de roble que había junto a mí y marqué el número de la residencia. Una suave voz femenina me dijo muy amablemente que los pacientes acababan de cenar, y que tendría que darme prisa si quería encontrar despierto a mi viejo padre.

Cuando me dijo aquello sabía lo improbable que era que llegara a tiempo para poder verle, pues yo sabía que tenía un sueño muy largo y profundo, tanto, que no despertaría ni aunque hubiera un terremoto justo bajo su cama. Así era él. De todas formas, me dije a mí mismo que no perdía nada por intentarlo, así que me fui lo más rápido que pude.

Una vez me aproximaba a su habitación, la cual recordaba exactamente dónde estaba (tercer piso, segundo pasillo a la derecha), empecé a sudar. Era un sudor frío que solía recorrer mi espalda siempre que los nervios me atormentaban, y justo en ese instante fueron tan intensos que quise darme la vuelta y marcharme por donde había venido. Pero no lo hice. Había pasado un año, se lo debía a él y a mí.

Me paré en seco justo antes de entrar en su habitación y comprobar si seguía despierto. Cerré los ojos y respiré hondo un par de veces, preguntándome qué pensaba decirle al pobre viejo después de tanto tiempo. Una culpa irrefutable empezó a escalar por mi espina dorsal, y entonces llegó el tan esperado arrepentimiento dominado por el pensamiento de que debí haber venido antes. Solté el aire que había estado acumulando y me forcé a entrar en la habitación, antes de que esos pensamientos me arrastraran de nuevo hacia la puerta de salida.

Y sí, tal y como había previsto, ahí estaba él, roncando como si no hubiera un mañana. Suspiré de impotencia justo cuando el aura oscura y enferma de la habitación se cernió sobre mi piel. Me sentía mal. Casi percibí el veneno inyectándose en mis venas sólo por el hecho de encontrarme en aquella sala. Me obligué a dejar de pensar en ello y sentarme junto a él en una de las butacas que había al lado de la cama.

Las arrugas de su frente parecían tener muchas historias que contar, al igual que esas ojeras kilométricas que nunca dejaban de asombrarme. Me costó trabajo reconocerlo, pues hacía un año que no lo veía más que en mis sueños, donde era, además de mucho más joven, más delgado y pálido que de costumbre.

Mi pobre viejo padre, ahí tumbado. Parecía tan indefenso, incluso seguía manteniendo su costumbre de taparse todo el cuerpo excepto los pies, que asomaban divertidos en el borde de la cama. Aparentaba marchito, casi consumido, deteriorado por el inevitable paso de los años.

Una tristeza del todo inesperada se extendió sobre mí al darme cuenta de lo pequeño que parecía en aquella posición, casi me costaba creer que aquel había sido el padre que tantas veces me había gritado por esconder a chicas en mi habitación. No, en realidad nunca me gritó por cosas como aquellas, aunque me habría gustado ser esa clase de persona durante un tiempo. Si me gritaba era por estar ausente, con la mente constantemente encerrada en algún libro, sin prestar demasiada atención a lo que ocurría a mí alrededor. Me gritaba por aquella molesta costumbre adolescente de ignorar a todo el mundo. Me gritaba por pelearme con ella, o por no hacerlo. Me gritaba muchas veces sólo por el mero hecho de existir. Se divertía intimidándome con los futuros alternativos que creábamos juntos, en los que la mayoría de las veces la sociedad acababa desapareciendo o dividiéndose o luchando por la supervivencia. O extinguiéndose.

En ese momento recordé sus duras palabras sobre la Gran Extinción en el universo de mis sueños, y poco a poco me dejé llevar por aquel difuso recuerdo. Cerré los ojos y casi sin darme cuenta…

…Los insoportables tintes azulados y grises se habían propagado ya por todos los rincones del planeta. Era como si todo fuese a terminar en unos años. Como si todo y todos fuesen a desaparecer.
Esos eran algunos de los pensamientos que sobrevolaban mi mente mientras contemplaba desde un banco aquella avenida totalmente vacía, cuando solía estar a rebosar de gente. Gente que paseaba, gente que hacía ejercicio, gente con sus familias o sus mascotas. Esa gente que iba y venía. Gente con un propósito: llegar a un lugar. Sí, antes había gente. ¿Dónde estaba toda esa gente? En fin, tampoco es que me importara, de hecho, me gustaba bastante estar solo, simplemente me extrañaba encontrarme sin compañía en un lugar tan popular como aquella avenida, casi la más grande de la ciudad.

Después de un rato, unas palomas aparecieron en mi campo de visión, aunque no parecían las típicas palomas que vuelan y se asustan de los pasos de la gente. Eran palomas diferentes. Estas no volaban, avanzaban por el suelo con sus pequeñas patitas e iban mucho más lentas que las palomas normales. Parecían incluso cansadas, como si les costara moverse. Suspiré, supuse que aquello de la Gran Extinción de lo que mi viejo hablaba hacía unos meses también afectaba a los animales.

Pensar en ello me entristecía. Pensar en que no había nada realmente que pudiera hacer para lidiar con aquella locura, simplemente podía conmigo. Empezaba a sentirme tan mal como cuando ella estaba en camino de irse, cuando le quedaban esos pocos días de dolor. No podía soportar ver cómo esas palomas intentaban alzar las alas para volar pero no podían, me mataba observar que carecían de las fuerzas necesarias para marcharse volando de aquel sitio inaudito. Era exasperante…

…-¿Hijo? ¿Qué estás haciendo aquí? – Escuché a lo lejos el eco de la voz de mi padre llamándome, aunque yo todavía estaba a medio camino de la consciencia total.  

Abrí los ojos y ahí estaba él, observándome intranquilo, aunque feliz.

-Papá, hola. Me he dormido. – Murmuré mientras me restregaba los ojos con las manos intentando acabar de despertarme. A pesar de saber que no había sido real, aquel sueño me había apenado mucho.

-Ya veo, ya. – Su voz sonaba más grave de lo que recordaba.

No podía dejar de pensar en esas palomas, deseaba poder volver a aquel mundo para ayudarlas a levantar el vuelo, para ayudarlas a llegar a su destino.

-¿Qué hora es? – Pregunté al cabo de unos minutos de reflexión.

-Las tres y media de la mañana.

-Joder.

-No digas palabrotas.

-Perdona.

-Bueno, dime, ¿cómo estás, chico? Hacia como cincuenta años que no te veía. – No se le daba muy bien bromear y, cuando lo hacía, generalmente ni siquiera se daba cuenta de que había hecho una broma, ya que decía las cosas en serio, por muy atroces que resultaran.

-Ha pasado un año, papá.

-Ajá.

-En fin, bien, todo va bien. Sigo… Sigo trabajando en la biblioteca, ya sabes, ordeno los libros, ayudo a la gente a buscar alguno que otro, a veces me quedo en los ordenadores durante horas y sin darme cuenta se me pasa la tarde, me pongo a leer o me siento en el mostrador a atender dudas. También paso el rato con la asistente, Claire, a veces. No muchas veces, ya que no tenemos muchos temas de qué hablar, a ella le va más el pop y yo tengo unos gustos algo alternativos. Y…

-Ewan. – Mi tendencia a hablar más de la cuenta seguía estando presente en mí desde que era niño, aunque había aprendido a vivir con ello. Era, al fin y al cabo, algo que me caracterizaba.

-Ah, sí, y Buffy está bien. – Terminé.

-¿Buffy?

-Sí, Buffy, mi gata, ya sabes. Esa bola de pelo blanca y gris que no deja de ensuciarme las sábanas.

-Tienes más de treinta años, Ewan, ¿Cuándo te vas a poner a buscar a la chica?

-¿La chica?

-Sí, hombre, la chica, esa chica que fue hecha para ti.

-No creo que exista tal cosa.

-¿El qué? ¿Las chicas? – A veces me agotaba tener que explicárselo todo.

-No creo que haya una chica que esté hecha para mí, ni un chico, ni nada.

-¿Un chico?

-No, una chica, si existiera esa persona tendría un sexo opuesto al mío, ¿de acuerdo? Pero no la hay.

-¿Qué?

Suspiré.

-Decía que yo no creo en esas cosas. No creo que haya alguien para cada persona que esté con ella para el resto su vida. No creo que exista tal cosa. Las almas gemelas o como quieras llamarlo, ¿sabes? Por supuesto que hay quien encuentra a alguien con quien compartir su vida, y me alegro por esas parejas que lo consiguen. De verdad. Es sólo que no creo que exista alguien así para mí, ¿entiendes?

Se quedó callado un segundo, luego asintió y dijo:

-Entonces morirás solo. Quieres morir solo, ¿no?

Por extraño que parezca, había echado de menos esos comentarios crueles tan típicos suyos.

-No, no me refería… ¿Sabes qué? No importa.

Se recolocó sobre la cama, intentando encontrar una posición cómoda con la que poder seguir tumbado mientras conversaba conmigo.

-Bueno, ¿y tú? ¿Cómo estás, papá?

-Pues cada día más viejo, hijo.


Ambos sonreímos.  

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