V
-Oh,
muy buena elección. Pues el que buscas está en la categoría de historia de la
tercera planta. Verás la entrada enseguida, aunque creo recordar que era uno de
los pasillos de la izquierda, y el código es HM. – Sonreí, no porque estuviese
contento especialmente, sino para causar buena impresión, algo que Claire me
había estado enseñando con el tiempo.
-Vale,
gracias. – Me dijo el chico mientras se daba la vuelta y se dirigía a la
tercera planta en busca de su libro.
Justo
en aquel momento, mientras observaba el pasillo central de la biblioteca,
repleto de mesas para estudiantes, estanterías empotradas con los libros más
básicos y algún que otro ordenador, me di cuenta de que aquel mundo de mis
sueños se introducía cada vez más en la cotidianidad de mi vida. Torrentes de
pensamientos extraños, oscuros e irreales que se desmontaban, que caían por las
profundidades de mi mente. Que me acorralaban. Pensamientos sobre situaciones,
personas y objetos inexistentes que seguían atropellándome día tras día. La
obsesión era tal que sólo quería que llegara la noche para poder ver cómo iba a
continuar aquella historia, para conocer otro de sus fragmentos, para poder
cambiar aquel destino fatal de esa realidad alternativa…
Entonces
sonó el teléfono, ayudándome a salir de aquel bucle infinito.
-¿Sí?
-Te
quería pedir una cosa, hijo. Anoche se me olvidó.
-¿Papá?
¿Qué pasa?
-Nada,
nada. Sólo quería que te pasaras por casa y me trajeras un par de cosas.
-Ah,
vale. ¿Qué necesitas?
-A
ver, ¿recuerdas aquel armario del desván que está lleno de trastos?
-Sí.
-Ahí
tengo guardados mis puzles, quiero que me los traigas todos.
Desde
que era niño mi viejo padre siempre había tenido una obsesión con los
rompecabezas, sentía la necesidad de resolverlos y poner a prueba a su
intelecto continuamente. Pero lo que más le atraían eran los puzles, le
embelesaban todos esos trozos desordenados de una misma calcomanía que debía completar,
como tramos separados de un mismo enigma, de un acertijo del que conocía la
respuesta, pero no la pregunta. Llegó a tener miles de piezas sueltas por todos
los rincones de la casa, clasificando las habitaciones por colores diferentes. Su
testarudez y fascinación por ellos terminó propagándose por todos mis años de
adolescencia, era tal que en ocasiones el poder cruzar de una habitación a otra
se convertía en un atrevido esfuerzo por no toparse con piezas sueltas tiradas
por el suelo.
-¿Qué?
Pero si tenías como un millón de puzles, papá, ¿para qué los quieres en la
residencia, de todas formas?
-Quiero
terminarlos antes de morir. – Hizo una pequeña pausa, intentaba darme pena o
algo del estilo. Qué bueno era. -Y no tengo un millón de puzles, sólo 87,
¿vale? Ah, y por cierto, hay muchos que están a medio hacer, ten cuidado de no
desmontarlos.
-¿Esto
va en serio?
-¿Por
qué no iba a ir en serio?
Suspiré.
-Bueno,
como quieras. ¿Algo más? – Pregunté con tono sarcástico, como si 87 puzles no
fueran suficientes.
-Sí,
una cosa más, quiero que me traigas mi tablero de ajedrez.
Puse
los ojos en blanco, me agotaba.
-Tu
tablero de ajedrez, claro, que estaba…
-En
el cajón de mi mesita de noche. En el mío, no en el de tu madre. No abras el
cajón de tu madre.
Se
me escapó una risita.
-¿Por
qué?
-Porque
no. No querrás encontrarte con cosas obscenas que…
-Vale,
no digas ni una palabra más. Te lo llevaré todo esta tarde, ¿de acuerdo?
-Vale,
gracias, hijo. Sigues teniendo la llave, ¿no?
-Sí,
aun la tengo.
Colgó.
***
Suspiré
con anhelo una vez tuve aquella gran casa frente a mí. Aquel gran baúl de
recuerdos que hacía un año que no visitaba, pero más de diez que no dormía
entre sus sábanas. Inspiré profundamente, intentando cautivar el olor de aquel
que había sido mi hogar durante tantos inviernos, y, sin apenas ser consciente
de ello, un par de lágrimas amargas surcaron mis mejillas mientras recorría con
pesadez el solitario pasillo de arriba.
Acaricié
con la punta de mis dedos aquellas paredes rotas, hechas añicos, descompuestas
y olvidadas, traicionadas por la sombra de un pasado manchado de sangre. Pasé
junto a mi antigua habitación, cuya puerta estaba cerrada, aunque preferí no
entrar, para no mancillar la imagen que tenía de ella en mi cabeza y en mis
sueños, puesto que sabía lo mucho que habría cambiado desde la última vez que
la vi. Seguí avanzando pasillo arriba, hasta que llegué al cuarto de mis
padres. El chirrido de la puerta al entrar evocó en mí una nostalgia de lo más
esperada, el recuerdo de aquel insignificante sonido que siempre estuvo ahí,
pero que ahora ya no estaba. Como muchas otras cosas.
Entré
despacio en la habitación, esperando encontrármela como la última vez, aunque
no fue así: no había sábanas acompañando a la cama, sino un triste colchón
vacío; no había ropa en los armarios, sino un hueco de madera; no había
cortinas colgadas junto a la ventana, ni tampoco estaban todas esas cosas que
tenían las mujeres y hacían que un cuarto pareciera mucho más vivo, no estaban
ni siquiera aquellos cuadros que mamá pintó durante aquel verano azul. Lo único
que quedaba eran algunas cajas, tiradas fortuitamente sobre el suelo negro,
cajas de cartón cargadas de cosas que mi viejo padre todavía no se había
llevado a la residencia.
Arrastré
mis pies por los pedazos de aquella habitación infestada de memorias cautivas
en algún lugar de mi mente que no me apetecía descubrir, hasta que llegué a la
mesita de noche de mi viejo padre. Me senté sobre el colchón y, con toda la
calma que me permití, abrí el primer cajón y saqué un pequeño maletín de madera
en el que se encontraba su preciado tablero de ajedrez. Aquel maldito tablero
que tantas tardes de verano nos había acompañado a mi viejo y a mí, pero que me
había ayudado a entrenar mis capacidades lógicas y había acabado convirtiéndose
en una de mis aficiones preferidas. Cargué el tablero en mi mochila, cogí una
de las cajas vacías del suelo y salí de la habitación sin entretenerme más
tiempo.
Me
deslicé por el pasillo hasta posicionarme justo bajo de la entrada del ático.
Me puse de puntillas para poder llegar a la cuerda que colgaba del techo, tiré de ella hasta que cedió y la
escalera se abrió ante mí, invitándome a subir.
Las
grandes cantidades de polvo de la estancia me hicieron toser repetidas veces y
me obligaron a cubrirme la parte inferior de la cara con la camisa. Me aproximé
rápidamente a aquel armario empotrado lleno de trastos, empecé a coger todos
los puzles que veía y a meterlos en la caja de cartón. No me preocupé de no
poder llevarme los 87 puzles que me había pedido mi viejo, porque tenía claro
que sólo me llevaría los que cupiesen en aquella gran caja. El resto se
quedarían ahí cogiendo polvo durante algunos años más.
Me
apresuré en salir de aquella casa lo antes posible, sin embargo, justo al
tiempo en que me dirigía hacia las escaleras que me llevarían al piso inferior,
algo llamó mi atención: la puerta de su habitación estaba entreabierta. Me
pregunté por qué era la suya la única que permanecía entreabierta, cuando el
resto estaban cerradas. Lo intenté, pero no pude resistirme echar una hojeada
en su interior. A pesar de que habían pasado casi quince años, su olor a
vainilla seguía impregnando la energía de aquel lugar. Seguía quedando esa
pequeña parte de su ser que convertía aquella habitación en algo simplemente
mágico y cautivador, como siempre había sido y siempre sería.
Después
de todos esos años sin atreverme a entrar en las profundidades de aquella habitación
sentí que había encogido, que los muebles eran más pequeños y que el color
violeta que antaño decoraba las paredes se estaba cayendo a pedazos.
Me
senté con pesadez sobre el colchón y traté de recuperar el aire que me faltaba
mientras me agarraba con fuerza a los bordes de la cama. Aquel que había sido
un intento por ocultar el dolor corrompido de una pérdida, había supuesto en mí
la terrible caída al mundo real, a la verdad sin ningún tipo de antifaz. Pues
fue allí donde pereció, donde su alma marchó del revés por las comarcas de los
días. Intenté repasar aquella última vez en que la encontré aquí, pero no pude.
Simplemente no pude.
Justo
en ese momento, cuando me estaba ahogando poco a poco en ese mar tan doliente,
cuando me estaba desinhibiendo de todo cuanto creía conocer, me fijé en aquel
que había sido su colgante brillando bajo la luz anaranjada que invadía todo
aquello que quedaba. A pesar de los pocos objetos que todavía seguían allí, ese
colgante de media luna continuaba sobre su mesilla de noche, tal y como solía.
Lo cogí con ambas manos y me quedé observándolo durante un rato: quizás un
minuto, quizá toda una vida.
Una
vez que desperté de aquel estado mental, enrollé el colgante y me lo guardé en
el bolsillo derecho, a salvo del exterior.
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