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jueves, 7 de julio de 2016

V | Días Grises

V

-Oh, muy buena elección. Pues el que buscas está en la categoría de historia de la tercera planta. Verás la entrada enseguida, aunque creo recordar que era uno de los pasillos de la izquierda, y el código es HM. – Sonreí, no porque estuviese contento especialmente, sino para causar buena impresión, algo que Claire me había estado enseñando con el tiempo. 

-Vale, gracias. – Me dijo el chico mientras se daba la vuelta y se dirigía a la tercera planta en busca de su libro.

Justo en aquel momento, mientras observaba el pasillo central de la biblioteca, repleto de mesas para estudiantes, estanterías empotradas con los libros más básicos y algún que otro ordenador, me di cuenta de que aquel mundo de mis sueños se introducía cada vez más en la cotidianidad de mi vida. Torrentes de pensamientos extraños, oscuros e irreales que se desmontaban, que caían por las profundidades de mi mente. Que me acorralaban. Pensamientos sobre situaciones, personas y objetos inexistentes que seguían atropellándome día tras día. La obsesión era tal que sólo quería que llegara la noche para poder ver cómo iba a continuar aquella historia, para conocer otro de sus fragmentos, para poder cambiar aquel destino fatal de esa realidad alternativa…

Entonces sonó el teléfono, ayudándome a salir de aquel bucle infinito.

-¿Sí?

-Te quería pedir una cosa, hijo. Anoche se me olvidó.

-¿Papá? ¿Qué pasa?

-Nada, nada. Sólo quería que te pasaras por casa y me trajeras un par de cosas.

-Ah, vale. ¿Qué necesitas?

-A ver, ¿recuerdas aquel armario del desván que está lleno de trastos?

-Sí.

-Ahí tengo guardados mis puzles, quiero que me los traigas todos.

Desde que era niño mi viejo padre siempre había tenido una obsesión con los rompecabezas, sentía la necesidad de resolverlos y poner a prueba a su intelecto continuamente. Pero lo que más le atraían eran los puzles, le embelesaban todos esos trozos desordenados de una misma calcomanía que debía completar, como tramos separados de un mismo enigma, de un acertijo del que conocía la respuesta, pero no la pregunta. Llegó a tener miles de piezas sueltas por todos los rincones de la casa, clasificando las habitaciones por colores diferentes. Su testarudez y fascinación por ellos terminó propagándose por todos mis años de adolescencia, era tal que en ocasiones el poder cruzar de una habitación a otra se convertía en un atrevido esfuerzo por no toparse con piezas sueltas tiradas por el suelo.

-¿Qué? Pero si tenías como un millón de puzles, papá, ¿para qué los quieres en la residencia, de todas formas?

-Quiero terminarlos antes de morir. – Hizo una pequeña pausa, intentaba darme pena o algo del estilo. Qué bueno era. -Y no tengo un millón de puzles, sólo 87, ¿vale? Ah, y por cierto, hay muchos que están a medio hacer, ten cuidado de no desmontarlos.

-¿Esto va en serio?

-¿Por qué no iba a ir en serio?

Suspiré.

-Bueno, como quieras. ¿Algo más? – Pregunté con tono sarcástico, como si 87 puzles no fueran suficientes.

-Sí, una cosa más, quiero que me traigas mi tablero de ajedrez.

Puse los ojos en blanco, me agotaba.

-Tu tablero de ajedrez, claro, que estaba…

-En el cajón de mi mesita de noche. En el mío, no en el de tu madre. No abras el cajón de tu madre.

Se me escapó una risita.

-¿Por qué?

-Porque no. No querrás encontrarte con cosas obscenas que…

-Vale, no digas ni una palabra más. Te lo llevaré todo esta tarde, ¿de acuerdo?

-Vale, gracias, hijo. Sigues teniendo la llave, ¿no?

-Sí, aun la tengo.

Colgó.

***

Suspiré con anhelo una vez tuve aquella gran casa frente a mí. Aquel gran baúl de recuerdos que hacía un año que no visitaba, pero más de diez que no dormía entre sus sábanas. Inspiré profundamente, intentando cautivar el olor de aquel que había sido mi hogar durante tantos inviernos, y, sin apenas ser consciente de ello, un par de lágrimas amargas surcaron mis mejillas mientras recorría con pesadez el solitario pasillo de arriba.

Acaricié con la punta de mis dedos aquellas paredes rotas, hechas añicos, descompuestas y olvidadas, traicionadas por la sombra de un pasado manchado de sangre. Pasé junto a mi antigua habitación, cuya puerta estaba cerrada, aunque preferí no entrar, para no mancillar la imagen que tenía de ella en mi cabeza y en mis sueños, puesto que sabía lo mucho que habría cambiado desde la última vez que la vi. Seguí avanzando pasillo arriba, hasta que llegué al cuarto de mis padres. El chirrido de la puerta al entrar evocó en mí una nostalgia de lo más esperada, el recuerdo de aquel insignificante sonido que siempre estuvo ahí, pero que ahora ya no estaba. Como muchas otras cosas.

Entré despacio en la habitación, esperando encontrármela como la última vez, aunque no fue así: no había sábanas acompañando a la cama, sino un triste colchón vacío; no había ropa en los armarios, sino un hueco de madera; no había cortinas colgadas junto a la ventana, ni tampoco estaban todas esas cosas que tenían las mujeres y hacían que un cuarto pareciera mucho más vivo, no estaban ni siquiera aquellos cuadros que mamá pintó durante aquel verano azul. Lo único que quedaba eran algunas cajas, tiradas fortuitamente sobre el suelo negro, cajas de cartón cargadas de cosas que mi viejo padre todavía no se había llevado a la residencia.

Arrastré mis pies por los pedazos de aquella habitación infestada de memorias cautivas en algún lugar de mi mente que no me apetecía descubrir, hasta que llegué a la mesita de noche de mi viejo padre. Me senté sobre el colchón y, con toda la calma que me permití, abrí el primer cajón y saqué un pequeño maletín de madera en el que se encontraba su preciado tablero de ajedrez. Aquel maldito tablero que tantas tardes de verano nos había acompañado a mi viejo y a mí, pero que me había ayudado a entrenar mis capacidades lógicas y había acabado convirtiéndose en una de mis aficiones preferidas. Cargué el tablero en mi mochila, cogí una de las cajas vacías del suelo y salí de la habitación sin entretenerme más tiempo.

Me deslicé por el pasillo hasta posicionarme justo bajo de la entrada del ático. Me puse de puntillas para poder llegar a la cuerda que colgaba del  techo, tiré de ella hasta que cedió y la escalera se abrió ante mí, invitándome a subir.

Las grandes cantidades de polvo de la estancia me hicieron toser repetidas veces y me obligaron a cubrirme la parte inferior de la cara con la camisa. Me aproximé rápidamente a aquel armario empotrado lleno de trastos, empecé a coger todos los puzles que veía y a meterlos en la caja de cartón. No me preocupé de no poder llevarme los 87 puzles que me había pedido mi viejo, porque tenía claro que sólo me llevaría los que cupiesen en aquella gran caja. El resto se quedarían ahí cogiendo polvo durante algunos años más.

Me apresuré en salir de aquella casa lo antes posible, sin embargo, justo al tiempo en que me dirigía hacia las escaleras que me llevarían al piso inferior, algo llamó mi atención: la puerta de su habitación estaba entreabierta. Me pregunté por qué era la suya la única que permanecía entreabierta, cuando el resto estaban cerradas. Lo intenté, pero no pude resistirme echar una hojeada en su interior. A pesar de que habían pasado casi quince años, su olor a vainilla seguía impregnando la energía de aquel lugar. Seguía quedando esa pequeña parte de su ser que convertía aquella habitación en algo simplemente mágico y cautivador, como siempre había sido y siempre sería.

Después de todos esos años sin atreverme a entrar en las profundidades de aquella habitación sentí que había encogido, que los muebles eran más pequeños y que el color violeta que antaño decoraba las paredes se estaba cayendo a pedazos.

Me senté con pesadez sobre el colchón y traté de recuperar el aire que me faltaba mientras me agarraba con fuerza a los bordes de la cama. Aquel que había sido un intento por ocultar el dolor corrompido de una pérdida, había supuesto en mí la terrible caída al mundo real, a la verdad sin ningún tipo de antifaz. Pues fue allí donde pereció, donde su alma marchó del revés por las comarcas de los días. Intenté repasar aquella última vez en que la encontré aquí, pero no pude. Simplemente no pude.

Justo en ese momento, cuando me estaba ahogando poco a poco en ese mar tan doliente, cuando me estaba desinhibiendo de todo cuanto creía conocer, me fijé en aquel que había sido su colgante brillando bajo la luz anaranjada que invadía todo aquello que quedaba. A pesar de los pocos objetos que todavía seguían allí, ese colgante de media luna continuaba sobre su mesilla de noche, tal y como solía. Lo cogí con ambas manos y me quedé observándolo durante un rato: quizás un minuto, quizá toda una vida.


Una vez que desperté de aquel estado mental, enrollé el colgante y me lo guardé en el bolsillo derecho, a salvo del exterior. 

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