IV
La
bayeta rozó suavemente la mesa del despacho por quinta vez, aunque, para
variar, lo hizo en dirección opuesta. Segundos después me di cuenta del error
que acababa de cometer, y me apresuré a restregar el trapo hacia el lado
correcto, borrando todas las huellas de agua irregulares que quedaran sobre la
mesa. Pasé la bayeta otras cinco veces para recuperar las anteriores, y una vez
mi histeria quebró y la mesa de cristal resplandeció ante la tenue luz azulada
que arañaba la ventana, decidí dejar de limpiar y empezar a organizar.
Mientras
colocaba cada objeto en su orden establecido, comencé a imaginarme organizando
todas esas cajas de pensamientos que tenía escondidas en algún rincón de mi
mente, posicionándolas una tras otra y separándolas a una distancia prudente,
pero siempre perfectamente alineada y simétrica entre unas cajas y otras. Me
visualicé ordenándolas según su importancia dentro de mi vida, según su
relevancia en el tiempo presente, dejando de lado los recuerdos pasados y las
suposiciones futuras.
Una vez estuvo todo colocado a la perfección, me di
cuenta de que seguía habiendo algo que me molestaba profundamente. Algo no
estaba bien. Algo no encajaba en la fila de pensamientos que acababa de tejer
en el interior de mi mente. Paseé arriba y abajo, revisando todos y cada uno de
esos agujeros que contenían partes diferentes de mí, mis pasiones y mis secretos,
mis miedos y obsesiones, mis gustos y simpatías, mis objetivos y necesidades,
mis pesadillas e ilusiones, hasta incluso aquellas otras cajas que prefería no
abrir por miedo a lo que pudiera encontrar. Paseé arriba y abajo una y otra
vez, hasta que lo vi: ahí estaban, flotando en el aire todos esos pensamientos
sobre los que todavía no había tomado una decisión. Había muchos, diría que
cientos de ellos, que adornaban los altos techos de mi mente. Estiré la mano
con intención de agarrarme a uno, el primero que se acercó un poco a mí:
“Visita al viejo padre antes de que sea tarde”, fue lo que pude leer durante el
tiempo en el que lo retuve ante mí.
Volví
a la realidad: al parecer había terminado de limpiar el despacho. Aunque nunca
sentía que estuviera lo suficientemente limpio. Siempre podía estar más limpio,
me dije. Aunque aquel pensamiento sobre mi viejo padre me distrajo y me impidió
el volver a repasar la suciedad que pudiese quedar en alguno de esos objetos.
Me
senté en una de las butacas color vino que había junto a las estanterías
rebosantes de libros y me quedé allí durante unos segundos de reflexión,
inhalando el olor resultante de los productos de limpieza que acababa de utilizar.
Finalmente me decidí: cogí el teléfono que descansaba sobre la mesilla de roble
que había junto a mí y marqué el número de la residencia. Una suave voz
femenina me dijo muy amablemente que los pacientes acababan de cenar, y que
tendría que darme prisa si quería encontrar despierto a mi viejo padre.
Cuando
me dijo aquello sabía lo improbable que era que llegara a tiempo para poder
verle, pues yo sabía que tenía un sueño muy largo y profundo, tanto, que no
despertaría ni aunque hubiera un terremoto justo bajo su cama. Así era él. De
todas formas, me dije a mí mismo que no perdía nada por intentarlo, así que me
fui lo más rápido que pude.
Una
vez me aproximaba a su habitación, la cual recordaba exactamente dónde estaba
(tercer piso, segundo pasillo a la derecha), empecé a sudar. Era un sudor frío
que solía recorrer mi espalda siempre que los nervios me atormentaban, y justo
en ese instante fueron tan intensos que quise darme la vuelta y marcharme por
donde había venido. Pero no lo hice. Había pasado un año, se lo debía a él y a
mí.
Me
paré en seco justo antes de entrar en su habitación y comprobar si seguía
despierto. Cerré los ojos y respiré hondo un par de veces, preguntándome qué
pensaba decirle al pobre viejo después de tanto tiempo. Una culpa irrefutable
empezó a escalar por mi espina dorsal, y entonces llegó el tan esperado
arrepentimiento dominado por el pensamiento de que debí haber venido antes.
Solté el aire que había estado acumulando y me forcé a entrar en la habitación,
antes de que esos pensamientos me arrastraran de nuevo hacia la puerta de
salida.
Y
sí, tal y como había previsto, ahí estaba él, roncando como si no hubiera un
mañana. Suspiré de impotencia justo cuando el aura oscura y enferma de la
habitación se cernió sobre mi piel. Me sentía mal. Casi percibí el veneno
inyectándose en mis venas sólo por el hecho de encontrarme en aquella sala. Me
obligué a dejar de pensar en ello y sentarme junto a él en una de las butacas
que había al lado de la cama.
Las
arrugas de su frente parecían tener muchas historias que contar, al igual que
esas ojeras kilométricas que nunca dejaban de asombrarme. Me costó trabajo
reconocerlo, pues hacía un año que no lo veía más que en mis sueños, donde era,
además de mucho más joven, más delgado y pálido que de costumbre.
Mi
pobre viejo padre, ahí tumbado. Parecía tan indefenso, incluso seguía
manteniendo su costumbre de taparse todo el cuerpo excepto los pies, que
asomaban divertidos en el borde de la cama. Aparentaba marchito, casi
consumido, deteriorado por el inevitable paso de los años.
Una
tristeza del todo inesperada se extendió sobre mí al darme cuenta de lo pequeño
que parecía en aquella posición, casi me costaba creer que aquel había sido el padre
que tantas veces me había gritado por esconder a chicas en mi habitación. No,
en realidad nunca me gritó por cosas como aquellas, aunque me habría gustado
ser esa clase de persona durante un tiempo. Si me gritaba era por estar
ausente, con la mente constantemente encerrada en algún libro, sin prestar
demasiada atención a lo que ocurría a mí alrededor. Me gritaba por aquella
molesta costumbre adolescente de ignorar a todo el mundo. Me gritaba por
pelearme con ella, o por no hacerlo. Me gritaba muchas veces sólo por el mero
hecho de existir. Se divertía intimidándome con los futuros alternativos que
creábamos juntos, en los que la mayoría de las veces la sociedad acababa
desapareciendo o dividiéndose o luchando por la supervivencia. O
extinguiéndose.
En
ese momento recordé sus duras palabras sobre la Gran Extinción en el universo
de mis sueños, y poco a poco me dejé llevar por aquel difuso recuerdo. Cerré
los ojos y casi sin darme cuenta…
…Los
insoportables tintes azulados y grises se habían propagado ya por todos los
rincones del planeta. Era como si todo fuese a terminar en unos años. Como si
todo y todos fuesen a desaparecer.
Esos
eran algunos de los pensamientos que sobrevolaban mi mente mientras contemplaba
desde un banco aquella avenida totalmente vacía, cuando solía estar a rebosar
de gente. Gente que paseaba, gente que hacía ejercicio, gente con sus familias
o sus mascotas. Esa gente que iba y venía. Gente con un propósito: llegar a un
lugar. Sí, antes había gente. ¿Dónde estaba toda esa gente? En fin, tampoco es
que me importara, de hecho, me gustaba bastante estar solo, simplemente me
extrañaba encontrarme sin compañía en un lugar tan popular como aquella
avenida, casi la más grande de la ciudad.
Después
de un rato, unas palomas aparecieron en mi campo de visión, aunque no parecían
las típicas palomas que vuelan y se asustan de los pasos de la gente. Eran
palomas diferentes. Estas no volaban, avanzaban por el suelo con sus pequeñas
patitas e iban mucho más lentas que las palomas normales. Parecían incluso
cansadas, como si les costara moverse. Suspiré, supuse que aquello de la Gran
Extinción de lo que mi viejo hablaba hacía unos meses también afectaba a los
animales.
Pensar
en ello me entristecía. Pensar en que no había nada realmente que pudiera hacer
para lidiar con aquella locura, simplemente podía conmigo. Empezaba a sentirme
tan mal como cuando ella estaba en camino de irse, cuando le quedaban esos
pocos días de dolor. No podía soportar ver cómo esas palomas intentaban alzar
las alas para volar pero no podían, me mataba observar que carecían de las
fuerzas necesarias para marcharse volando de aquel sitio inaudito. Era
exasperante…
…-¿Hijo?
¿Qué estás haciendo aquí? – Escuché a lo lejos el eco de la voz de mi padre
llamándome, aunque yo todavía estaba a medio camino de la consciencia
total.
Abrí
los ojos y ahí estaba él, observándome intranquilo, aunque feliz.
-Papá,
hola. Me he dormido. – Murmuré mientras me restregaba los ojos con las manos
intentando acabar de despertarme. A pesar de saber que no había sido real,
aquel sueño me había apenado mucho.
-Ya
veo, ya. – Su voz sonaba más grave de lo que recordaba.
No
podía dejar de pensar en esas palomas, deseaba poder volver a aquel mundo para
ayudarlas a levantar el vuelo, para ayudarlas a llegar a su destino.
-¿Qué
hora es? – Pregunté al cabo de unos minutos de reflexión.
-Las
tres y media de la mañana.
-Joder.
-No
digas palabrotas.
-Perdona.
-Bueno,
dime, ¿cómo estás, chico? Hacia como cincuenta años que no te veía. – No se le
daba muy bien bromear y, cuando lo hacía, generalmente ni siquiera se daba
cuenta de que había hecho una broma, ya que decía las cosas en serio, por muy
atroces que resultaran.
-Ha
pasado un año, papá.
-Ajá.
-En
fin, bien, todo va bien. Sigo… Sigo trabajando en la biblioteca, ya sabes,
ordeno los libros, ayudo a la gente a buscar alguno que otro, a veces me quedo
en los ordenadores durante horas y sin darme cuenta se me pasa la tarde, me
pongo a leer o me siento en el mostrador a atender dudas. También paso el rato
con la asistente, Claire, a veces. No muchas veces, ya que no tenemos muchos
temas de qué hablar, a ella le va más el pop y yo tengo unos gustos algo
alternativos. Y…
-Ewan.
– Mi tendencia a hablar más de la cuenta seguía estando presente en mí desde
que era niño, aunque había aprendido a vivir con ello. Era, al fin y al cabo,
algo que me caracterizaba.
-Ah,
sí, y Buffy está bien. – Terminé.
-¿Buffy?
-Sí,
Buffy, mi gata, ya sabes. Esa bola de pelo blanca y gris que no deja de
ensuciarme las sábanas.
-Tienes
más de treinta años, Ewan, ¿Cuándo te vas a poner a buscar a la chica?
-¿La
chica?
-Sí,
hombre, la chica, esa chica que fue hecha para ti.
-No
creo que exista tal cosa.
-¿El
qué? ¿Las chicas? – A veces me agotaba tener que explicárselo todo.
-No
creo que haya una chica que esté hecha para mí, ni un chico, ni nada.
-¿Un
chico?
-No,
una chica, si existiera esa persona tendría un sexo opuesto al mío, ¿de
acuerdo? Pero no la hay.
-¿Qué?
Suspiré.
-Decía
que yo no creo en esas cosas. No creo que haya alguien para cada persona que
esté con ella para el resto su vida. No creo que exista tal cosa. Las almas
gemelas o como quieras llamarlo, ¿sabes? Por supuesto que hay quien encuentra a
alguien con quien compartir su vida, y me alegro por esas parejas que lo
consiguen. De verdad. Es sólo que no creo que exista alguien así para mí,
¿entiendes?
Se
quedó callado un segundo, luego asintió y dijo:
-Entonces
morirás solo. Quieres morir solo, ¿no?
Por
extraño que parezca, había echado de menos esos comentarios crueles tan típicos
suyos.
-No,
no me refería… ¿Sabes qué? No importa.
Se
recolocó sobre la cama, intentando encontrar una posición cómoda con la que
poder seguir tumbado mientras conversaba conmigo.
-Bueno,
¿y tú? ¿Cómo estás, papá?
-Pues
cada día más viejo, hijo.
Ambos
sonreímos.