Imagina

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domingo, 26 de junio de 2016

Think Outside the Box




“Think outside de box”, lo que puede ser traducido por “Piensa fuera de la caja”.

Piensa más allá de ella.

Piensa fuera de lo establecido.

Piensa más allá de aquello que quieren que pienses.

Piensa, o reflexiona, o imagina, o crea, o entiende, o profundiza, o intenta, o busca, o razona, pero hazlo más allá de esa caja. 

¿La caja? Puede ser muchas cosas y entenderse de muchas maneras: esa caja puede ser desde una sola habitación hasta un mundo entero, tanto figurada como literalmente. La caja es un símbolo, una perfecta metáfora que representa una civilización limitada por unos valores e ideales preestablecidos. Unos valores e ideales que nos condicionan y reducen nuestros pensamientos a aquello que ya está definido. Unos valores e ideales que mutan y se transforman dependiendo del sexo, del estatus social, de la procedencia, de la edad y de la educación de cada cual.

Pero, ¿qué pasaría si un puñado de personas alrededor de todo el mundo decidiera desprenderse de esa caja y seguir sus propios principios? ¿Qué pasaría si un puñado de personas alrededor del mundo siguieran una moral y una ética propias y se mantuvieran fieles a ellas hasta el fin de los días? ¿Qué pasaría entonces? Que evolucionaríamos. Que ese puñado de personas, brillantes y soñadoras, estarían adelantadas a su tiempo y tendrían la capacidad de imaginar la posibilidad de un futuro avanzado y mejor.

Esto ha pasado y seguirá pasando. Seguirán habiendo personas que se deshagan de las rejas de esa caja imaginaria y que expandan su mente hacia los confines de este mundo y esta vida, seguirán habiendo personas capaces de crear cosas extraordinarias, capaces de compartir ideas revolucionarias, capaces de lidiar con cualquier lucha dejando de lado los prejuicios, capaces de cambiarlo todo. Y, por supuesto, seguirán habiendo personas capaces de formar parte de algo inmenso que vaya más allá de lo que hay en el interior de la caja, de la caja de la humanidad.


O, al menos, eso espero.

jueves, 23 de junio de 2016

IV | Días Grises

IV

La bayeta rozó suavemente la mesa del despacho por quinta vez, aunque, para variar, lo hizo en dirección opuesta. Segundos después me di cuenta del error que acababa de cometer, y me apresuré a restregar el trapo hacia el lado correcto, borrando todas las huellas de agua irregulares que quedaran sobre la mesa. Pasé la bayeta otras cinco veces para recuperar las anteriores, y una vez mi histeria quebró y la mesa de cristal resplandeció ante la tenue luz azulada que arañaba la ventana, decidí dejar de limpiar y empezar a organizar.

Mientras colocaba cada objeto en su orden establecido, comencé a imaginarme organizando todas esas cajas de pensamientos que tenía escondidas en algún rincón de mi mente, posicionándolas una tras otra y separándolas a una distancia prudente, pero siempre perfectamente alineada y simétrica entre unas cajas y otras. Me visualicé ordenándolas según su importancia dentro de mi vida, según su relevancia en el tiempo presente, dejando de lado los recuerdos pasados y las suposiciones futuras. 

Una vez estuvo todo colocado a la perfección, me di cuenta de que seguía habiendo algo que me molestaba profundamente. Algo no estaba bien. Algo no encajaba en la fila de pensamientos que acababa de tejer en el interior de mi mente. Paseé arriba y abajo, revisando todos y cada uno de esos agujeros que contenían partes diferentes de mí, mis pasiones y mis secretos, mis miedos y obsesiones, mis gustos y simpatías, mis objetivos y necesidades, mis pesadillas e ilusiones, hasta incluso aquellas otras cajas que prefería no abrir por miedo a lo que pudiera encontrar. Paseé arriba y abajo una y otra vez, hasta que lo vi: ahí estaban, flotando en el aire todos esos pensamientos sobre los que todavía no había tomado una decisión. Había muchos, diría que cientos de ellos, que adornaban los altos techos de mi mente. Estiré la mano con intención de agarrarme a uno, el primero que se acercó un poco a mí: “Visita al viejo padre antes de que sea tarde”, fue lo que pude leer durante el tiempo en el que lo retuve ante mí.

Volví a la realidad: al parecer había terminado de limpiar el despacho. Aunque nunca sentía que estuviera lo suficientemente limpio. Siempre podía estar más limpio, me dije. Aunque aquel pensamiento sobre mi viejo padre me distrajo y me impidió el volver a repasar la suciedad que pudiese quedar en alguno de esos objetos.

Me senté en una de las butacas color vino que había junto a las estanterías rebosantes de libros y me quedé allí durante unos segundos de reflexión, inhalando el olor resultante de los productos de limpieza que acababa de utilizar. Finalmente me decidí: cogí el teléfono que descansaba sobre la mesilla de roble que había junto a mí y marqué el número de la residencia. Una suave voz femenina me dijo muy amablemente que los pacientes acababan de cenar, y que tendría que darme prisa si quería encontrar despierto a mi viejo padre.

Cuando me dijo aquello sabía lo improbable que era que llegara a tiempo para poder verle, pues yo sabía que tenía un sueño muy largo y profundo, tanto, que no despertaría ni aunque hubiera un terremoto justo bajo su cama. Así era él. De todas formas, me dije a mí mismo que no perdía nada por intentarlo, así que me fui lo más rápido que pude.

Una vez me aproximaba a su habitación, la cual recordaba exactamente dónde estaba (tercer piso, segundo pasillo a la derecha), empecé a sudar. Era un sudor frío que solía recorrer mi espalda siempre que los nervios me atormentaban, y justo en ese instante fueron tan intensos que quise darme la vuelta y marcharme por donde había venido. Pero no lo hice. Había pasado un año, se lo debía a él y a mí.

Me paré en seco justo antes de entrar en su habitación y comprobar si seguía despierto. Cerré los ojos y respiré hondo un par de veces, preguntándome qué pensaba decirle al pobre viejo después de tanto tiempo. Una culpa irrefutable empezó a escalar por mi espina dorsal, y entonces llegó el tan esperado arrepentimiento dominado por el pensamiento de que debí haber venido antes. Solté el aire que había estado acumulando y me forcé a entrar en la habitación, antes de que esos pensamientos me arrastraran de nuevo hacia la puerta de salida.

Y sí, tal y como había previsto, ahí estaba él, roncando como si no hubiera un mañana. Suspiré de impotencia justo cuando el aura oscura y enferma de la habitación se cernió sobre mi piel. Me sentía mal. Casi percibí el veneno inyectándose en mis venas sólo por el hecho de encontrarme en aquella sala. Me obligué a dejar de pensar en ello y sentarme junto a él en una de las butacas que había al lado de la cama.

Las arrugas de su frente parecían tener muchas historias que contar, al igual que esas ojeras kilométricas que nunca dejaban de asombrarme. Me costó trabajo reconocerlo, pues hacía un año que no lo veía más que en mis sueños, donde era, además de mucho más joven, más delgado y pálido que de costumbre.

Mi pobre viejo padre, ahí tumbado. Parecía tan indefenso, incluso seguía manteniendo su costumbre de taparse todo el cuerpo excepto los pies, que asomaban divertidos en el borde de la cama. Aparentaba marchito, casi consumido, deteriorado por el inevitable paso de los años.

Una tristeza del todo inesperada se extendió sobre mí al darme cuenta de lo pequeño que parecía en aquella posición, casi me costaba creer que aquel había sido el padre que tantas veces me había gritado por esconder a chicas en mi habitación. No, en realidad nunca me gritó por cosas como aquellas, aunque me habría gustado ser esa clase de persona durante un tiempo. Si me gritaba era por estar ausente, con la mente constantemente encerrada en algún libro, sin prestar demasiada atención a lo que ocurría a mí alrededor. Me gritaba por aquella molesta costumbre adolescente de ignorar a todo el mundo. Me gritaba por pelearme con ella, o por no hacerlo. Me gritaba muchas veces sólo por el mero hecho de existir. Se divertía intimidándome con los futuros alternativos que creábamos juntos, en los que la mayoría de las veces la sociedad acababa desapareciendo o dividiéndose o luchando por la supervivencia. O extinguiéndose.

En ese momento recordé sus duras palabras sobre la Gran Extinción en el universo de mis sueños, y poco a poco me dejé llevar por aquel difuso recuerdo. Cerré los ojos y casi sin darme cuenta…

…Los insoportables tintes azulados y grises se habían propagado ya por todos los rincones del planeta. Era como si todo fuese a terminar en unos años. Como si todo y todos fuesen a desaparecer.
Esos eran algunos de los pensamientos que sobrevolaban mi mente mientras contemplaba desde un banco aquella avenida totalmente vacía, cuando solía estar a rebosar de gente. Gente que paseaba, gente que hacía ejercicio, gente con sus familias o sus mascotas. Esa gente que iba y venía. Gente con un propósito: llegar a un lugar. Sí, antes había gente. ¿Dónde estaba toda esa gente? En fin, tampoco es que me importara, de hecho, me gustaba bastante estar solo, simplemente me extrañaba encontrarme sin compañía en un lugar tan popular como aquella avenida, casi la más grande de la ciudad.

Después de un rato, unas palomas aparecieron en mi campo de visión, aunque no parecían las típicas palomas que vuelan y se asustan de los pasos de la gente. Eran palomas diferentes. Estas no volaban, avanzaban por el suelo con sus pequeñas patitas e iban mucho más lentas que las palomas normales. Parecían incluso cansadas, como si les costara moverse. Suspiré, supuse que aquello de la Gran Extinción de lo que mi viejo hablaba hacía unos meses también afectaba a los animales.

Pensar en ello me entristecía. Pensar en que no había nada realmente que pudiera hacer para lidiar con aquella locura, simplemente podía conmigo. Empezaba a sentirme tan mal como cuando ella estaba en camino de irse, cuando le quedaban esos pocos días de dolor. No podía soportar ver cómo esas palomas intentaban alzar las alas para volar pero no podían, me mataba observar que carecían de las fuerzas necesarias para marcharse volando de aquel sitio inaudito. Era exasperante…

…-¿Hijo? ¿Qué estás haciendo aquí? – Escuché a lo lejos el eco de la voz de mi padre llamándome, aunque yo todavía estaba a medio camino de la consciencia total.  

Abrí los ojos y ahí estaba él, observándome intranquilo, aunque feliz.

-Papá, hola. Me he dormido. – Murmuré mientras me restregaba los ojos con las manos intentando acabar de despertarme. A pesar de saber que no había sido real, aquel sueño me había apenado mucho.

-Ya veo, ya. – Su voz sonaba más grave de lo que recordaba.

No podía dejar de pensar en esas palomas, deseaba poder volver a aquel mundo para ayudarlas a levantar el vuelo, para ayudarlas a llegar a su destino.

-¿Qué hora es? – Pregunté al cabo de unos minutos de reflexión.

-Las tres y media de la mañana.

-Joder.

-No digas palabrotas.

-Perdona.

-Bueno, dime, ¿cómo estás, chico? Hacia como cincuenta años que no te veía. – No se le daba muy bien bromear y, cuando lo hacía, generalmente ni siquiera se daba cuenta de que había hecho una broma, ya que decía las cosas en serio, por muy atroces que resultaran.

-Ha pasado un año, papá.

-Ajá.

-En fin, bien, todo va bien. Sigo… Sigo trabajando en la biblioteca, ya sabes, ordeno los libros, ayudo a la gente a buscar alguno que otro, a veces me quedo en los ordenadores durante horas y sin darme cuenta se me pasa la tarde, me pongo a leer o me siento en el mostrador a atender dudas. También paso el rato con la asistente, Claire, a veces. No muchas veces, ya que no tenemos muchos temas de qué hablar, a ella le va más el pop y yo tengo unos gustos algo alternativos. Y…

-Ewan. – Mi tendencia a hablar más de la cuenta seguía estando presente en mí desde que era niño, aunque había aprendido a vivir con ello. Era, al fin y al cabo, algo que me caracterizaba.

-Ah, sí, y Buffy está bien. – Terminé.

-¿Buffy?

-Sí, Buffy, mi gata, ya sabes. Esa bola de pelo blanca y gris que no deja de ensuciarme las sábanas.

-Tienes más de treinta años, Ewan, ¿Cuándo te vas a poner a buscar a la chica?

-¿La chica?

-Sí, hombre, la chica, esa chica que fue hecha para ti.

-No creo que exista tal cosa.

-¿El qué? ¿Las chicas? – A veces me agotaba tener que explicárselo todo.

-No creo que haya una chica que esté hecha para mí, ni un chico, ni nada.

-¿Un chico?

-No, una chica, si existiera esa persona tendría un sexo opuesto al mío, ¿de acuerdo? Pero no la hay.

-¿Qué?

Suspiré.

-Decía que yo no creo en esas cosas. No creo que haya alguien para cada persona que esté con ella para el resto su vida. No creo que exista tal cosa. Las almas gemelas o como quieras llamarlo, ¿sabes? Por supuesto que hay quien encuentra a alguien con quien compartir su vida, y me alegro por esas parejas que lo consiguen. De verdad. Es sólo que no creo que exista alguien así para mí, ¿entiendes?

Se quedó callado un segundo, luego asintió y dijo:

-Entonces morirás solo. Quieres morir solo, ¿no?

Por extraño que parezca, había echado de menos esos comentarios crueles tan típicos suyos.

-No, no me refería… ¿Sabes qué? No importa.

Se recolocó sobre la cama, intentando encontrar una posición cómoda con la que poder seguir tumbado mientras conversaba conmigo.

-Bueno, ¿y tú? ¿Cómo estás, papá?

-Pues cada día más viejo, hijo.


Ambos sonreímos.  

jueves, 16 de junio de 2016

III | Días Grises

III

Eran como puentes oscuros que cubrían desde los lagrimales de sus ojos hundidos hasta la parte de arriba de esos pómulos tan marcados. Como caminos intoxicados de toda la miseria de esta realidad. Apenas era capaz de comprender de dónde habían salido aquellas ojeras que rodeaban los ojos de mis padres, ni por qué yo carecía de ellas. Todo el mundo las tenía ahora, era como si formaran parte de una moda, y con ellas también venían las frentes hundidas, los pasos lentos y la delgadez extrema. 
Pero yo no, yo seguía como siempre, mientras veía como todo a mi alrededor perdía su vitalidad natural. Todavía me preguntaba dónde estaría ella, qué habría sido de sus pequeños pies de niña y de esa inteligencia que me superaba con creces a pesar de su corta edad. No lo sabía. Yo ya no sabía nada.

Estaba allí, en la casa donde me crié, sentado en una butaca que antaño había sido clara con líneas y puntos de colores tostados, construyendo pequeñas formas que yo tantas veces había imaginado que eran naves espaciales de apariencias ininteligibles. Me imaginaba como el único capaz de comprender esas simbologías, el único que podía entender la realidad de esas naves espaciales que escapaban de los pliegues de la butaca una vez caída la noche, y que marchaban durante esas horas oscuras a realizar misiones de las que casi siempre salían victoriosos, para luego volver a entrar en el tejido blanco antes de que el sol saliera por el este. Eran como héroes silenciosos, salvaban vidas de papel sin que nadie supiera de su existencia, salvo yo, claro está, y salvo ella, de vez en cuando. Aunque ahora ya no, porque ya no estaba. Pero ya no importaba, porque ya no tenía color.

Suspiré con pesadez, mientras mi mirada se fundía en el fuego serpenteante de la chimenea, aunque ya no me aportaba ese calor de antes, el calor que faltaba en una fría tarde de invierno como aquella. Encima de ella yacía un reloj de pared de una apariencia extraña. Era de una madera oscura que combinaba a la perfección con la elegancia del resto del salón, pero no era por eso por lo que resultaba extraño. Resultaba bastante ordinario, aunque sus manecillas caminaran marcha atrás. Era como si el tiempo se ralentizara, como si descendiera hacia un pasado cada vez más marchito y oculto a nuestros ojos.

Justo cuando mi mente empezaba a volar de nuevo hacia esos lugares insospechados en los que el fuego gris de la chimenea creaba dragones y caballos envueltos en llamas, mi viejo padre entró en el salón. Andaba despacio, tanto que hasta resultaba molesto. Era como si algo atrancara sus pasos y obligara a sus pesados pies a arrastrarse por la alfombra.

-Papá. – Lo llamé, ligeramente impertinente.

-Dime, hijo. – Su voz apenas sonaba ya como un susurro, ¿pero qué le estaba pasando a la humanidad?

-¿Es en serio que no puedes ir más deprisa? – Le pregunté, realmente molesto por el sonido de sus pies retorciéndose por el suelo.

-Sí, es en serio, nunca me había sentido igual. Tú tienes suerte, saltamontes, de librarte de esto. – Dijo mientras se sentaba en la butaca de mi derecha, quedando separado de mí por una pequeña mesa más decorativa que otra cosa. Siempre me llamaba así, saltamontes, mi saltamontes, aunque nunca supe por qué. Pero no me desagradaba, saltamontes, hacía que me sintiera joven y ligero.

-¿Y por qué crees que es?

-¿Por qué es el qué? – A veces me enervaba, había que explicárselo todo.

-Que por qué a mí no me pasan esas cosas. Por qué yo sigo andando normal mientras vosotros vais jodidamente lentos, por…

-No digas palabrotas. – Me interrumpió, aunque apenas lo escuché.

-…Por qué yo tengo la cara bien y el resto del mundo tiene los ojos de esa manera tan rara, como si los tuvieran metidos hacia dentro, por qué todo el mundo está tan débil y delgado, y yo no. ¿Por qué yo no, papá? ¿Por qué parece que todo se está como marchitando? Tiene tan poco sentido, papá. ¿Es que ha hecho algo la humanidad? Yo no creo en ningún dios, pero si lo hiciera le echaría la culpa a él, sin duda, aunque sí que creo que hay cosas que la humanidad ha hecho que podrían haber sido la causa. Ya sabes, cosas como las guerras, el terrorismo, las…

-Vale, vale, hijo, que te vas del tema. – Siempre me enrollaba mucho. – No conozco ninguna de esas respuestas, pero sinceramente no creo que sea un castigo ni nada parecido. Lo que creo es que el tiempo de los humanos ha pasado, y que ahora ha de llegar la extinción de la especie, para dejar paso a otras, como pasó con los dinosaurios.

Siempre soltaba cosas así, sin pensar en cómo podría tomárselo la gente, aunque ya estaba acostumbrado.

-Pero si los humanos se terminan extinguiendo, ¿qué sería de mí?

-Tú sobrevivirías, Ewan, y puede que también otros como tú. Inmunes a la extinción.

-Pero me quedaría solo.

-En efecto, te quedarías solo, totalmente solo. Quizá no encontraras a otro humano hasta años y años después de la Gran Extinción, o quizá nunca encontraras a nadie más, quién sabe. Pero sí, de todas formas, lo más seguro es que te vieras obligado a vivir solo durante muchos años, y morirías solo, claro.

Después de soltar aquella atroz verdad sin pestañear, me sonrió, como si me hubiera dicho algo así como que me quería. Era increíble. Casi me entraron ganas de reír, aunque me contuve…

…Abrí los ojos casi de repente. Miré el reloj, eran las 4:32 de la mañana. El cansancio me invadió, aunque no quise volver a cerrarlos después de aquel sueño. Fue demasiado real, demasiado intenso, tan vívido como si de un recuerdo se tratase. Me senté en la cama y me froté los ojos. Estaba muy cansado, y nada me apetecía menos que ir a la biblioteca al día siguiente.

Intenté levantarme de la cama para prepararme un café, pero no pude. Nada más poner los pies en el suelo, todo a mi alrededor se tambaleó, un mareo me envolvió como si fuera una manta y me obligó a volver a tumbarme casi de inmediato. Sentí que me caía, que podría desmayarme en cualquier momento. Me sentí enfermo, pero no sabía por qué. Algo en mi interior me dijo que no me moviera, y así lo hice. Traté de mantenerme tumbado en la misma posición, y poco a poco dejé de sentir ese mareo. Todo a mi alrededor comenzó a aclararse de nuevo.

Me paré un momento a pensar en el sueño que acababa de tener. Me pregunté por qué siempre se repetía aquella historia de la Gran Extinción, me pregunté por qué era siempre yo el que se salvaba del desastre, mi yo adolescente que vive todavía con sus padres. Pero una de las cosas que más me llamó la atención fue el reloj de encima de la chimenea, elemento añadido en el espacio añorado de aquella casa de la infancia, elemento sobre el que tanto había aprendido los últimos días. Casi formaba ya parte de mi ser, aquel reloj que caminaba hacia atrás en las líneas del tiempo, reconstruyendo lo pasado, montando las piezas que las estaciones desmontaron, como las piezas caídas de un tablero de ajedrez. Blanco y negro, era lo que quedaba, menos yo, que seguía intacto en aquella realidad alternativa.

Me di cuenta de lo mucho que echaba de menos a mi viejo padre, al que hacía casi un año que no veía, desde el día que mamá murió, y me propuse ir visitarle a la residencia un día de estos. De adolescente solía tener largas conversaciones con él, ya que ambos disfrutábamos mucho debatiendo sobre temas de actualidad, además de sobre cuestiones morales y éticas, aunque con estos últimos nunca llegábamos a ninguna parte, porque el viejo era muy cerrado de mente, no como yo, que era capaz de ponerme en cualquier piel y llegar a entender hasta la mayor de las atrocidades.


Cogí una de las grabadoras que depositaba en el cajón de la mesita de noche que tenía junto a la cama y le describí detalladamente el sueño al pequeño aparato. Solía hacerlo cuando me despertaba conociendo lo sucedido en aquella realidad, pues siempre imaginaba que algún día podría llegar a usar esas historias para algo. Y no me equivocaba. 

lunes, 13 de junio de 2016

II | Días Grises

II

En medio de la tranquilidad que se respiraba en la biblioteca aquel martes por la tarde, podía permitirme merodear por los pasillos, fingiendo que organizaba los libros que la gente había depositado en las bandejas de entrada una vez finalizada su lectura. Arrastraba mis pies por aquel laberinto vespertino, me dejaba llevar por sus innumerables recovecos y descubría cada una de sus esquinas inacabadas y traicioneras.

Continué deambulando por allí hasta que mis fortuitos pasos me llevaron al apartado de ciencias, y más concretamente a los libros de relojería. Me paré en seco. No sabía bien por qué, pero algo en mi interior se activó, algo me dijo que me detuviera frente a esos libros. El primer título que destacó entre todos ellos fue el de Manual de Relojería, de Pedro Germán Balda González, quizá por su llamativo lomo color naranja. Lo cogí sin vacilar y me senté en el suelo con las piernas cruzadas. 

Curioseé su interior con detenimiento, y me di cuenta de que tenía en mis manos uno de los pocos libros escritos por un relojero español. Escarbé en sus profundidades durante varias mitades de una hora, nadé en la historia del reloj, buceé en sus herramientas y me dejé arrastrar por la corriente en las partes que lo componían. Cuando me hallé satisfecho, dejé el mar atrás y volví a la tierra, donde inspiré y expiré cuatro veces, unas más largas que otras.

Me levanté del suelo y coloqué el libro en su lugar correspondiente, de la mano de sus compañeros manuales. Me tomé mi tiempo para saborear la mayoría de los títulos que rodeaban al Manual de Relojería que acababa de hojear. Tenía la imperiosa necesidad de buscar más información sobre ese maravilloso artilugio que es el reloj y sus precisos sistemas de medición del tiempo de la realidad, así que emprendí mi marcha escaleras abajo hacia la segunda planta, donde se encontraban la mayoría de ordenadores.

Me sumergí en el mundo del reloj de una manera apasionante, trasladando mi mente hacia lugares desconocidos pero increíblemente reales, aunque unos más que otros. Recorrí un camino que empezó en el simple funcionamiento de un reloj mecánico de cuerda, me entrometí hasta los topes en una estructura interna minuciosamente calculada. Eso me llevó a pasearme por los calibres de los relojes, por las nomenclaturas, por las técnicas y por las herramientas, hasta que tomé el camino de la derecha y me paré a descansar en los tipos de relojes. Allí me di cuenta de que no tenía un reloj de péndulo, ni uno de sol, ni uno de bolsillo, e hice una nota mental al respecto.

Cuando estaba a punto de salirme del camino, una señal me avisó de que podía tomar un pequeño atajo hacia un lugar insospechado, y decidí seguirlo, pues no tenía nada mejor que hacer. Una vez al otro lado de ese pequeño pero intenso paseo, me adentré en una espiral de reflexiones cuyo patrón común estaba basado en la pregunta: “¿Existe realmente el tiempo?” Platón creía que el tiempo era una ilusión, y quizá lo fuera. Lo único que existe como tal es la materia y el movimiento, fenómenos a través de los cuales podemos percibir la realidad. Sin embargo, sin tener en consideración las expresiones físicas, el tiempo está determinado por la forma en la que pensamos, no podemos advertir el paso del tiempo, como tampoco podemos ver el pasado o el futuro, ya que son tiempos inexistentes. El único tiempo real es el tiempo presente, un ínfimo fragmento que vincula los otros dos, que sólo existen en nuestra memoria o imaginación. De hecho, ese espacio temporal es tan ínfimo, que el humano no es ni siquiera consciente de que lo vive.

Paralelamente podemos hablar del campo de la astronomía, desde el cual, como dijo Javier Gorgas: “…hay que cambiar la escala de tiempo, de la distancia, de las masas. Si digo que una galaxia tiene mil millones de años, mis colegas entienden perfectamente que es muy joven”, por lo que todo es cuestión de escalas, como también es cuestión del espacio en el que se encuentre un reloj que sus manecillas se muevan más deprisa o más despacio, ya que la gravedad pesa en sus agujas. Un efecto verdaderamente sorprendente, tal y como Gorgas explica: “Cerca de los objetos muy masivos, como las estrellas de neutrones, el tiempo se ralentiza, y cerca de un agujero negro se frena del todo”.

Aquel supuesto atajo terminó convirtiéndose en un rodeo de lo más prolongado, aunque, a su vez, absolutamente interesante. El último tramo de mi recorrido estuvo protagonizado por Salvador Dalí y el análisis de su obra La persistencia de la memoria, también conocida como Los relojes derretidos o Los relojes blandos. Personalmente me encantaba el título La persistencia de la memoria, ya que me transmitía la idea de la completa fugacidad del tiempo, de su eterna caducidad en cuestión de un parpadeo. Me suscitaba una intensa melancolía y otros sentimientos contradictorios, que me transportaban a páramos oscuros dentro de los pasajes de mi mente. Me daba escalofríos. A pesar de ello, quise seguir indagando en la pintura de 1931. Retracta un paisaje de Costa Brava (Cadaqués), el cual podía apreciarse al fondo de la composición, quedando en segundo plano y dejando como primer término diversos relojes derretidos que reposan sobre diferentes objetos (un árbol y una mesa) y un último reloj en la parte izquierda de la mesa que está rodeado de hormigas. Dalí utilizó el método paranoico-crítico[1] con el que procuraba “capturar los sueños”, con el objetivo de sacar a la luz las ilusiones del subconsciente, siguiendo ideas de Freud. Era, en definitiva, una imagen surrealista, con una lógica incongruente y completamente alejada de la realidad, una obra constituida por las fobias u obsesiones que cada espectador reproduce de una manera distinta al visualizar el cuadro. En eso exactamente es en lo que se basa la magia de Dalí.

-¿Ewan?

Abandoné el camino brusca y repentinamente, sorprendido por una profunda voz femenina que no reconocí hasta que aparté la vista de la pantalla. Era Claire, la asistente.

-¿Cómo es que sigues aquí? La biblioteca cerró hace quince minutos. Yo me he quedado para organizar unas cosas que me faltaban, pero ya me voy. ¿Qué haces, por cierto? – Preguntó con una ligera sonrisa al percatarse de la página web que estaba viendo, compuesta por una pequeña ilustración de La persistencia de la memoria y su posterior análisis.- ¿Dalí? – inquirió, ensanchando su sonrisa y enseñando una fila de dientes perfectamente blancos y alineados.

-Nada, comprobaba una cosa. – Respondí mientras cerraba la pantalla, haciendo caso omiso a esa sonrisa.

-Está bien, yo ya me marcho. ¡Nos vemos mañana! – Se despidió mientras me lanzaba las llaves y yo las empuñaba.

No tardé en abandonar la biblioteca y marcharme a casa en busca del cariño de Buffy y la comodidad de un hogar. Antes de dormirme me pregunté qué tipo de forma de un reloj se me aparecería aquella noche en la redundancia de esos sueños, cuál sería mi función en la historia aquella vez, de qué color serían los paisajes que todavía quedaran, cuál sería el color de aquellos que aún no hubieran desaparecido.






[1] Método paranoico-crítico: propuesta elaborada por el pintor Dalí basado en su interés hacia la paranoia, él lo consideraba un  «método espontáneo de conocimiento irracional basado en la objetividad crítica y sistemática de las asociaciones e interpretaciones de fenómenos delirantes».

miércoles, 8 de junio de 2016

28/05/2016

Así somos todos, fugaces como una hoja que es arrastrada por el viento,
porque, a pesar de todas las cosas,
existe un único destino,
un único puente de piedra,
aquel por el que todos cruzaremos.

Ella, en realidad, sólo quería dejar de sufrir,
que dejaran de alargarle la vida, 
que ella ya no la necesitaba,
que se le había agotado el tiempo,
que se había vaciado la arena, 
clamaba tranquilidad. 

Fuera la lucha interna, 
fuera el dolor y la ansiedad de no poder respirar,
fuera los cuidados paliativos,
fuera el hambre, 
fuera el desconsuelo, la tristeza desesperada...
Y dentro el paraíso vestido de negro,
dentro esa otra parte de la realidad,
que ya es suficiente con lo vivido,
se han ya cumplido mis metas,
han ya sanado mis errores,
han ya florecido mis plantas, o quizá no. 
Pero ya no importa.

Ya no importan las lágrimas amargas, querida,
ya no importan esas horas perdidas,
porque ya no quedan noches para sufrir,
porque ya no quedan almas que conocer,
porque ya no queda mundo por explorar,
porque ya no quedan besos que dar,
mas sí que me den.
Porque ya no queda tiempo, querida,
porque esa arena ya creció,
porque esas flores ya marchitaron,
y ya no me queda tiempo para decirte
que te voy a echar de menos.



PD: Esto es para ti. Disfruta allá donde vayas, que nos veremos a la vuelta.

I | Días Grises

I

“Cuando se llega a la orilla del subconsciente se pierde el sentido de la realidad”, esa era, quizás, mi cita favorita de Origen, película que volví a ver hacia varias semanas y que había avivado todavía más en mi la fuerza de esa línea de sueños difusos que no hacían más que repetirse. No era la frase más trabajada ni la más espectacular, claro está, también había otra, por ejemplo, que hablaba de algo así como de las formas imposibles de arquitectura que se podían crear en el mundo de los sueños, aunque no la recordaba.

El caso era que esa frase en particular se había quedado grabada en mi mente desde la última vez que vi la película, a pesar de que mi memoria selectiva casi nunca lograba recordar más allá de la trama principal de las historias y, como mucho, el nombre del protagonista, por lo que todavía le di más importancia. Pero, ¿sería cierto? Antes de morir me propuse llegar a la “orilla del subconsciente”, para comprobarlo. Aunque claro, si fuera cierto y después de atravesar ese horizonte perdiera el sentido de la realidad, ya no podría ser capaz de dar media vuelta, ya que quedaría sumido en una eterna ficción de la que no podría escapar, por lo que mi yo  real no podría tener la satisfacción de comprobar la valía de esa frase, pues ya no existiría como tal, sino que sólo quedaría ese otro yo atrapado en esa ficción rudimentaria. Suspiré, no tenía solución. Odiaba y amaba ese tipo de reflexiones, no sabría decir hacia dónde me decantaba más. 

Qué cosa más extraña, los sueños, la complejidad y la simplicidad hechas uno, la ficción y la realidad hechas uno. Hay estudios que señalan que los sueños, aunque muchos dotados de incoherencia, se construyen a través del inconsciente, quizá de la necesidad de afrontar nuevos desafíos, o del miedo a perder algo o a alguien, y así podríamos seguir en un largo etcétera. Después de enumerar cuarenta y tres de esos posibles puentes entre los sueños y la inconsciencia, me puse a dar vueltas en la cama hasta que conseguí mantener mis ojos cerrados durante quince minutos. Luego se volvieron a abrir. Creí haber escuchado algo, pero sólo era mi gata, Buffy, que se acababa de acomodar a los pies de mi cama. Recordé con amargura que al día siguiente tendría que quitar los pelos de la manta. Logré relajarme y lo volví a intentar. A la media hora me di cuenta de que aquella noche no iba a poder dormir, había una cola demasiado larga de pensamientos que no paraban de interceptarme.

Me levanté de la cama con sumo cuidado, para no despertar a Buffy. Nada más desprenderme de esa manta impregnada de pelos grises y negros, un repentino escalofrío recorrió mi espalda y recordé el frío de aquellas noches de invierno sin compañía. Suspiré con anhelo y me tapé con la primera manta que encontré en el cajón de las mantas, a sólo tres pasos de la cama. Me senté frente al ordenador y comencé a buscar información sobre el significado de esa línea de sueños que se repetía desde hacía ya varios años, justo desde el momento en que decidí dejar de impartir clases de cine y fotografía en la universidad para trabajar en la biblioteca. Sí, lo sé, puede parecer que me “obligaron a dimitir”, como suele decirse, pero no fue así. Me fui porque quise. Simplemente llegó un momento de mi vida profesional en el que me di cuenta de que aquel tren repleto de ilusión y misterio al que me monté en mi juventud había hecho un recorrido demasiado largo, convirtiéndose en una máquina obsoleta y rutinaria, por lo que decidí abandonarlo y subirme al siguiente, o al anterior, dependiendo de los ojos con los que se mire. Para mí era el siguiente, cualquier camino que hubiera emprendido en aquel momento habría sido el siguiente. Además, durante toda mi vida había amado los libros, y era un absoluto placer trabajar todos los días rodeado de miles de ellos, envolviéndome como una manta de terciopelo en las noches frías de invierno, sin compañía, que era casi lo que más me gustaba. No mucha gente era capaz de amar la soledad, yo era una de esas personas.

Lo que más me llamaba la atención era que muchos de esos sueños que se repetían eran en blanco y negro, mezclados quizá con ligeros tintes azulados, una absoluta anomalía que fue lo primero sobre lo que decidí investigar. Resulta que las personas que sueñan sin color sienten miedo a las acciones que ocurren dentro del sueño, o están atrapados en una vida monótona en la que se aferran a no sufrir ni el más mínimo cambio. ¿Sentía miedo? Me admití a mí mismo que no eran precisamente la clase de sueños que querría recordar, de la misma forma que tampoco me producían miedo, o al menos no el suficiente como para recordarlo. Intranquilidad, esa era la palabra.

Mi casa de la infancia era siempre el escenario en el que ocurría todo, el plano central que desembocaba el posterior vendaval, el epicentro sobre el cual todo giraba, configurándose tras de sí, unos términos primero, otros después. La única información que hallé al respecto y que encontré, como poco, interesante, fue que soñar con esa casa evocaba a una época anterior, un retroceso de tu vida actual, una nostalgia mal saboreada, un recuerdo sin guardar. Y quizá fuera cierto, que sentía algo de nostalgia, ¿para qué negarlo? Quizá soñar con algo relacionado con la infancia no es más que una válvula de escape al desanimado mundo adulto, el recordatorio de lo que una vez fuimos, de lo que una vez tuvimos y se nos escapó entre los dedos.

Una ola de pensamientos se cernió sobre mí y mis investigaciones nocturnas, por lo que casi me vi obligado a cerrar los ojos un segundo e imaginar: la orilla del subconsciente… Un precioso plano cenital que descubre un mar que choca contra las rocas a través de unas nubes borrascosas que enmascaran un cielo gris. Ahí, exactamente ahí, se encontraba el límite de mi realidad. Sonreí al pensar en ello, me resultaba un concepto más que atrayente.

Volví a abrir los ojos y entonces lo recordé: el tic-tac del reloj, un elemento permanentemente presente en la cadena de sueños. En algunos sueños me encuentro un reloj, en otros sueño que reparo uno, y en otros simplemente está ahí, haciendo compañía al resto de objetos indelebles de un escenario. Después de una rápida documentación, mis conclusiones pueden reducirse a una sensación de desperdicio del tiempo vivido, a la necesidad de aprovechar el tiempo que está por llegar o al miedo de que este se termine. Suspiré, no me apetecía demasiado martirizarme pensando en lo que está por llegar, en lo mucho que ya ha acabado y en lo poco que realmente queda.

Me cansé de que la luz artificial de la pantalla debilitara las facciones de una cara menos que favorecida por el mal sueño y la mala tempestad, así que apagué el ordenador y seguí releyendo El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger.